Existe un punto de inflexión en el flujo migratorio entre Bolivia y España. Se produjo en 2007. Ese año, el Ejecutivo endureció su política exterior y comenzó a exigir visados a los ciudadanos del país andino para permitir su ingreso en Europa. Por esa razón, miles de bolivianos decidieron adelantar sus proyectos y acelerar sus viajes al extranjero antes de que la nueva normativa entrara en vigor.
En Euskadi, según registran los datos de Ikuspegi, la comunidad de Bolivia se duplicó en apenas dos años, pues pasó de 6.092 personas en 2006 a 11.735 en 2008. No obstante, con la crisis económica, a partir de 2009, esa cifra ha comenzado a reducirse. Claudia Auza no forma parte del contingente que ha regresado a Bolivia, pero sí es una de esas miles de personas que llegaron en 2007, cuando “partían decenas de aviones” cargados de maletas, incertidumbres y sueños.
Las expectativas de Claudia estaban puestas en Murcia, donde tenía, y aún tiene, familiares. El primer empleo que consiguió fue en una casa de familia, donde la contrataron como interna para cuidar a un señor mayor que padecía demencia senil. “Sólo aguanté cuatro meses”, reconoce. “La experiencia fue muy dura para mí. Recuerdo que llamaba a mis padres y no podía evitar ponerme a llorar. Sentía que venir había sido un error y, lógicamente, al escucharme, ellos me decían que volviera”.
Pero Claudia no regresó. En cambio, se trasladó a Euskadi. “Aquí vivía una amiga de mi madre. Me dijo que viniera, que ella me recibiría. Y acepté”. Cuando llegó a Bilbao, en julio de 2007, el trabajo que le esperaba estaba en una residencia de ancianos y consistía en cuidar a una señora con alzheimer. “Hay que tener una fortaleza especial para trabajar con los abuelos, sobre todo si estás sola, porque te deprimes con facilidad -observa-. La gente me decía ‘es lo que hay’, pero yo empecé a buscar nuevos rumbos. Así di con una familia que necesitaba a alguien para cuidar a sus niños”, relata.
Claudia trabajó con esa familia durante dos años, y solo tiene palabras de agradecimiento. “Son personas excepcionales, me trataron muy bien y conocí muchos lugares con ellos”, señala. “Yo estaba tranquila, me sentía bien y recuperé mis inquietudes académicas. Comencé estudiando informática e inglés entre semana porque quería progresar y sentirme útil. Y esa decisión me llevó a iniciar el proceso de homologación de mi carrera”, destaca.
De regreso a la universidad
Licenciada en Administración de Empresas, esta boliviana oriunda de La Paz contactó con la asociación Kosmópolis. La ONG, integrada por vascos y extranjeros, defiende el derecho de convalidación de los títulos académicos de los inmigrantes y les guía durante todo el proceso. “En 2008 presenté toda la documentación y comprobé que, aunque el trámite es lento, finalmente se puede concretar”.
El año pasado, Claudia recibió una carta de aceptación. “Eso sí -matiza-, para homologar la carrera necesitaba cursar aquí seis materias troncales”. Lejos de desanimarse, apenas tuvo la oportunidad, se apuntó en la universidad, y desde 2010, compagina su trabajo con los estudios.
“En la facultad aún no estoy muy integrada. Yo curso materias sueltas y mis compañeros de clase ya tienen sus grupos desde antes, comparten más tiempo juntos -describe-. Pero no me quejo. Al contrario, pienso que la formación es la manera de salir adelante, de dar un salto cualitativo, y tengo claro que no quiero pasar toda mi vida limpiando las casas de otros. Para las personas que se han esforzado en estudiar, sean de donde sean, es frustrante no poder desarrollar su vocación. Por eso no podría decir con certeza si mi decisión de marcharme de Bolivia ha sido acertada. Todavía no tengo claro que emigrar haya valido la pena”.