Si alguien encarna bien el papel de un peregrino, esa persona el Albert Okoko. Nacido en Congo hace cuarenta años, radicado en Bilbao desde hace dos y convencido de que Dios “está presente en cada cosa”, este pastor religioso no dudó en oficiar misa en Marruecos ni en jugarse la vida en patera para llegar a donde está: una capilla en Autonomía donde predica el Evangelio. Sí, viajó sin nada. Y sí, le teme al mar. Pero ahora se siente “dichoso” por la congregación que le rodea y que transforma a cada misa en un encuentro internacional.
La cita con Albert Okoko es difrente a lo habitual. No es el periódico el que sale en su busca. Es él quien llama al periódico. Ocurrió el jueves 9 de agosto, cuando se publicó la historia de Xabier Zabalo, un sacerdote vasco que había vivido como misionero durante cuatro décadas en Congo, el país donde él nació. “Soy congoleño de Kinshasa y pastor de una Iglesia Evangélica aquí en Bilbao. Acabo de leer un artículo vuestro sobre el testimonio y la vida del sacerdote Xabier. Quisiera hablar personalmente con él y también leer el libro que escribió sobre mi país”. Así se presentó.
No obstante, lo que empezó como un pedido de información acabó convertido en un relato y, después, en un reportaje. En este mismo, que cuenta su historia. “Yo era pastor en Congo y quería venir a Europa. Y, de todas las ciudades que había, siempre quise vivir en Bilbao”. Pero su interés no estaba en el Guggenheim, ni en el puente de San Antón. “Tan sólo me encantaba el nombre. ‘Bilbao’… me llamaba la atención”. Las palabras suenan bonitas en su cuidado acento francés.
Albert partió de Congo cuando tenía 35 años. De allí viajó a Marruecos, donde logró construir una iglesia, aunque el trabajo no le fue fácil. “La mayor parte de la población es musulmana”, subraya. De todas formas, se quedó hasta que “surgió la posibilidad de partir”. Doce meses después, se embarcaba en una patera.
El viaje hacia Fuerteventura fue toda “una pesadilla”. Tan tremenda la experiencia que, aún hoy, le teme al mar. “Preferiría dormir en un cementerio a pasar cinco minutos en el agua”, reflexiona. Lo cierto es que pasó muchos más. La travesía duró “un día y algo”, con su noche correspondiente. “Cuando pasas tantas horas rodeado de oscuridad, castigado por el viento y por la lluvia que te moja, directamente, te pierdes. La gente que viajaba conmigo [unas diecisiete personas] lloraba, sentía tristeza, había perdido la esperanza -relata-. Incluso el propio conductor de la barca perdía el rumbo por momentos. Perdía también la cabeza”.
Eucaristía internacional
Normal. Las olas “eran muy fuertes” y quienes capitanean los cayucos “no son especialistas”. Albert relata que, entonces, compredió cómo muere la gente. “Sin agua ni comida, a la deriva y sin fe”. Sin embargo él no perdió la suya. Rezaba. “Estoy con el Señor”, se decía mientras pensaba que “no venía para hacer daño ni mal, tan sólo para cumplir un sueño”. Él quería predicar en Europa, pero su país estaba en guerra, con “problemas de visado y todas las embajadas cerradas”. En ese marco apabullante, “cualquier camino era bueno para llegar hasta aquí”.
Y lo logró. Vivió en Las Palmas tres años y allí comenzó un nuevo rumbo. “El primer sitio donde ofrecí una misa fue el lugar donde nos tenían detenidos, en espera de la orden de expulsión”. Una directriz que jamás llegó a concretarse “gracias a los abogados de varias ONG”.
En 2005 llegó a Bilbao. Tiene trabajo, tiene ‘papeles’ y, más que eso, “una gran responsabilidad”. Su Iglesia Evangélica reúne a 120 personas. El 90%, de América Latina, “También hay tres familias vascas y algunos africanos”, apunta. Lo importante es que “la gente viene” y que “todos tenemos ganas de conocernos”. En cuanto a su experiencia en el País Vasco, Albert afirma sentirse “tranquilo. Veo mucha paz y un poco de reserva, como cuando comenzamos una relación nueva. Al principio es un poco difícil, pero con el tiempo, las puertas se abren”.