302 | Roxana

Roxana Chambi emigró de su país en diciembre de 2004. Por aquel entonces, Bolivia era un lugar de despedidas. «Había como una cadena -describe-. Veías que se iba una amiga, que se iba una vecina, y que unas se ayudaban a otras. Todas se iban para mejorar el día a día de sus familias, para tener una casa mejor, para sacar adelante a los hijos. Yo quería lo mismo. Quería que mis hijos estudiaran, que tuvieran oportunidades que yo no tuve, que fueran alguien en la vida, así que un día le dije a mi esposo ‘yo también me voy’. Y me fui».

Con esa sencillez abrumadora, Roxana relata la decisión más difícil de su vida: sacrificar el presente tangible para mejorar un hipotético futuro. Un proyecto incierto, solitario, a largo plazo y muy duro en el que, pese a todo, se embarcó. «Yo sabía que iba a estar lejos de mis hijos, de mi esposo, que él tendría que hacer de padre y madre a la vez… Sabía que me iba a perder muchas cosas, y así fue. Mi hija pequeña tenía 10 años cuando me marché. Hoy es una mujer de diecinueve. Me perdí gran parte de su niñez».

Por las noches, antes de dormir, Roxana piensa en eso muchas veces. «Pienso que todo cambió, que mis hijos son independientes, que las cosas nunca serán como antes, que jamás recobraré esos años. Ahora soy abuela, tengo dos nietos. Sin embargo, en mis sueños, mis hijos son siempre pequeños», dice, y se hace un silencio. «También me pregunto a menudo cómo será mi vida allá, cuando vuelva. Porque yo vine con unas metas claras, ya he alcanzado casi todas y tengo previsto regresar», explica, decidida, antes de contar con mucho orgullo que su hijo mayor es ingeniero industrial, que su hija es enfermera instrumentista y que va a continuar con la carrera de Medicina.

Roxana siente que ha «cumplido», aunque el coste de su proyecto haya sido muy alto. Además de la distancia y de la ausencia, tuvo que abrirse camino aquí y hacerlo sola. «Siempre he trabajado cuidando abuelitos. Empecé poco a poco y ahora estoy en una residencia, donde atiendo a catorce abuelos. El trabajo es muy exigente, son siete horas sin respiro, pero también me reconforta. Ahora tengo unos horarios, un calendario, un momento en el que termino y quedo libre y tranquila, en el que puedo descansar o hacer las cosas que me gustan, como jugar al fútbol con mis amigas o sentarme tranquilamente en un parque». No siempre fue así.

Un punto de inflexión

«Antes de conseguir este empleo -relata-, yo trabajaba en casas particulares. En algún caso, de interna. Y eso sí que es duro, porque la gente se aprovecha y abusa. Trabajaba 24 horas, siempre a disposición, no había un horario claro ni tenía momentos de descanso, excepto un día a la semana, que lo esperaba con muchísimas ganas. Ese día iba a jugar al fútbol, veía a mis amigas, para mí representaba un respiro. El resto de la semana sólo salía a hacer la compra. Iba corriendo, agobiada, para volver lo antes posible… De tanto encierro y aislamiento, llega un punto en el que pierdes la perspectiva, la noción de que tienes derechos».

La situación iba a peor, hasta que una de sus amigas le habló de la asociación Emigrad@s Sin Fronteras. «Me dijo que me acercara, que tenían un proyecto dedicado a las trabajadoras como nosotras, que estaba muy bien». El proyecto al que se refiere Roxana es un taller de autocuidado para mujeres extranjeras, trabajadoras del hogar. Se desarrolló durante varios meses este año, se tituló ‘Cuídate, quiérete, valórate’ y, a juzgar por lo que cuenta ella, marcó un antes y un después en el día a día de muchas participantes.

«Ir y compartir tus experiencias con otras mujeres como tú ya es muy positivo porque te das cuenta de que no estás sola, de que hay cosas que se repiten. Teníamos una compañera a la que hacían dormir en el suelo, junto a la cama de la señora que cuidaba. Nos contó que a veces ponía una manta, pero que igual le dolía la espalda», cuenta a manera de ejemplo.

Pero el proyecto no estaba orientado solamente a poner en común las miserias, sino a cambiar esas situaciones, empezando por ellas mismas. «Trabajamos la relajación, la autoestima, el empoderamiento. Aprendimos a decir que no, a marcar límites entre el trabajo y la vida personal; a valorar lo que cada una había conseguido con su esfuerzo y a tomarnos las cosas de otra manera. Todo tiene solución, menos la muerte».

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