Astral, Jordi Évole & Salvados.
Madrid, siete y media de la tarde. Vengo a ver el documental Astral en el Cine de la Prensa, que está sobre la Gran Vía. La cola en la acera es muy larga, rodea toda la manzana. Esta vez no va a cantar Justin Biever ni se lanza el nuevo iPhone sietemil; venimos a ver la historia de un velero de lujo que se convirtió en un barco humanitario. Un velero que navega en aguas de Mediterráneo salvando la vida de miles de personas que migran mientras nosotros hacemos cola aquí. Lo recaudado con las entradas se donará a la ONG que lleva el timón de ese proyecto. Todavía hay esperanza en el mundo, me digo.
La Sala 1, donde se proyecta Astral, tiene un aforo de 550 personas. Está llena. A medida que avanzan los minutos y conocemos los números, los datos, la idea cristaliza: podría hundirse este cine con todos nosotros adentro y ni siquiera nos acercaríamos a las cifras de personas que se ahogaron en el Mediterráneo este año, mientras buscaban refugio en Europa. Necesitaríamos seis salas llenas como esta para comprender la dimensión del hueco, el tamaño de la indiferencia y de la ineptitud, el alcance de la mala política, esa que describe su trayectoria en copas de champán y solo tiene por diario una bitácora de muertos.
Necesitaríamos también que, mientras nos hundimos, los transeúntes de la Gran Vía siguieran comprando en las tiendas, bebiendo sus cafés y sus cervezas, haciéndose selfies divertidas con el luminoso de Schweppes, disfrutando del ambientillo festivo de la Plaza de Callao. Cerca de nosotros, pero ajenos a nuestro hundimiento.
Y necesitaríamos niños en esta sala. Muchos niños, como en el mar. Uno de cada tres ahogados son niños. Son pequeños como Aylan, como nuestros hijos, los hijos de nuestros amigos, los del vecino del portal. Necesitaríamos que los móviles dejaran de funcionar, que nuestros familiares se preocupasen, que no pudieran contactar con nosotros ni nosotros con ellos. Y estar descalzos, claro, con poca ropa, a merced de las corrientes y del clima. No tener suficiente agua, comida o espacio. Y que se haga de noche y de día varias veces sin que nada modifique el horizonte.
Astral sí modifica ese horizonte, y el gran valor de este documental, de Jordi Évole y el equipo de Salvados, es haber estado allí para contarlo, para acercarnos una tragedia cada vez más sangrante y lejana que, sin embargo, no es ajena a ninguno de nosotros.
A diferencia de otros programas de Salvados, Jordi Évole aparece muy poco delante de las cámaras. De algún modo, se invisibiliza para mostrarnos a los invisibles, para humanizarlos, para que nunca más los percibamos como algo distinto a nosotros. Todo el protagonismo recae en quienes están allí, en el mar, jugándose la vida para emigrar o para rescatar a los que migran.
No voy a hacer spoiler; solo diré que hay que verlo. Hay que ver esas miradas, las manos tendidas de la tripulación del Astral, las ayudas profilácticas de otros barcos, el miedo, la desesperación, la tristeza… y la ilusión, la enorme ilusión con la que hablan de una Europa que, esta vez sí, nos resulta completamente ajena, irreconocible, irreal.
Los migrantes vienen sin nada, pero nos muestran todo lo que hemos perdido. Nos hacen ver sin remedio cómo hemos sido despojados de tantísimas cosas sin oponer resistencia. En esas embarcaciones, pequeñas arcas de Noé donde se habla inglés y francés, vienen personas de diferentes países huyendo de la crisis, de la guerra, de la matanza o de Boko Haram. Sortean todo tipo de dificultades para poder embarcar. Y, ya en el mar, se juegan lo que les quede de suerte. Ahí ya no hay dónde esconderse ni a dónde huir.
¿Refugiados? ¡Ojalá!
Astral se anuncia como «la historia de un velero de lujo convertido en barco para refugiados». Sobre esto, un matiz. Las personas en el mar, las que se ahogan y las que se salvan, no son refugiadas. Buscan refugio, que es algo distinto. Pero no están a salvo. No tienen dónde guarecerse, dónde ponerse a resguardo de su propia tragedia. No tienen, como nosotros en esta sala, la comodidad de la butaca, el momento en que se encienden las luces, el metro en la puerta, la cena en casa. La casa en sí.
Diez y cinco de la noche, salgo del cine y Madrid sigue siendo Madrid. Mi deseo más inmediato es que lo recaudado en esta función y en todas las otras ayude a rescatar a más personas. El más profundo, que no haya nadie a quien debamos rescatar. Incluidos nosotros mismos.