«Mummy, don’t speak to me in Spanish» es la frase –la situación– que actúa como disparador del libro ‘Londres, pastel sin receta’, escrito por la española Lala Isla. También es la frase que elige el periodista argentino Cristian Vázquez para reseñarlo en Letras Libres, donde plantea no pocas cuestiones relacionadas con la identidad, la cultura o la pertenencia, enfocadas desde un ángulo lingüístico.
En el artículo, al que se puede acceder desde aquí, encontramos reflexiones como esta:
«Isla narra que conoció a mujeres emigrantes que, ante situaciones parecidas, pasaban a hablar con sus hijos solamente en inglés, pese a no dominar bien esta lengua. ‘El hablar a los propios hijos en una lengua extranjera, de no tener con esta una relación extraordinariamente íntima, añade un distanciamiento inevitable con ellos’, explica Isla. Y describe casos más terribles: mujeres que, oprimidas por sus maridos, apenas salían de sus casas, y cuando lo hacían usaban a sus hijos como intérpretes. Luego, estos hijos las rechazaron por considerarlas ‘primitivas’, debido a que no hablaban ‘la lengua del poder’».
O como esta otra:
«Esto se observa en numerosísimas ocasiones: unas personas que corrigen a otras porque supuestamente hablan mal, cuando en realidad solo hablan distinto; el desdén por el multilingüismo de alguien que habla tres o más idiomas pero ninguno de ellos europeo; la diferente conceptualización de un intelectual que mezcla idiomas al hablar (a quien se ve ‘sofisticado’) y de un emigrante que hace lo mismo (en quien se ve a alguien ‘poco instruido’), etc».
La reseña de Cristian me recordó la historia de Nadia Eremíeva, una de las primeras que escribí. Durante la entrevista, Nadia –que es búlgara– me explicó cómo los hijos y los idiomas condicionan las relaciones familiares y las (segundas) decisiones migratorias. Rescato un par de párrafos:
«Mientras su esposo y ella trabajan, sus hijos crecen en el País Vasco. Estudian aquí. Hablan euskera. Tienen amigos euskaldunes. De hecho, ellos mismos lo son. Nadia nunca olvidará aquel día en que su niña pequeña les dijo: ‘Vosotros seréis búlgaros, pero yo soy mutrikoarra’. Una frase en una boca de ocho años que encerraba una verdad aplastante y que dejó en el cajón del olvido a los billetes de aquel ‘tren’ [de regreso].
Volver ya no solo es readaptarse. Es convertir a sus hijos en extranjeros. ‘El sistema educativo es distinto’, dice Nadia, por no mencionar al idioma, el alfabeto y las costumbres. Aunque sus hijos son trilungües y pueden leer un texto escrito en cirílico, ‘tienen menos recursos de expresión y otra manera de pensar’, de modo que es más sencillo continuar aquí que comenzar ese camino desde cero».