Identidad y violencia. La ilusión del destino, Amartya Sen.
Avanzo por las páginas de este libro mientras la televisión escupe imágenes del atentado de Niza, el de Kabul y el de Baviera, del tiroteo de Múnich y el estallido de una mochila bomba en Ansbach. Todo se mezcla. El relato de estos hechos se escribe a golpe de tripas. Va deprisa. Gatillos, detonadores, aceleradores y cuchillos compiten en velocidad con teclados, micrófonos y clics.
En la manera de presentar los sucesos, en las tertulias con expertos (y opinólogos), en los titulares de los periódicos y en los comentarios de los lectores, el terrorismo, la yihad, el Islam, la inmigración, la nacionalidad y la pobreza forman una turbia argamasa donde cada uno de estos componentes parece ser equivalente a los otros. Ahora mismo, ser musulmán, iraní, europeo hijo de inmigrantes en un barrio marginal, moro o refugiado sirio activan los mismos resortes en el pensamiento de muchos ciudadanos occidentales, que se mueven entre el rechazo iracundo y la sospecha más o menos manifiesta.
El miedo al otro cotiza al alza.
Mientras ocurren estas cosas, decía, leo este ensayo del indio Amartya Sen. Y pienso que no podría haber elegido un mejor momento para hacerlo, si bien no es nuevo: se publicó por primera vez en 2006. El autor –premio Nobel de Economía en 1998, profesor en las universidades de Calcuta, Delhi, Oxford y Harvard, exrector del Trinity College– lo escribió con el atentado de Nueva York y la invasión a Irak como telón de fondo. Mucho ha llovido desde entonces, pero no mucho ha cambiado.
El texto me despierta fascinación y tristeza a partes iguales. Fascinación por el contenido, la lucidez del autor, la claridad expositiva y el diagnóstico que hace. Tristeza por las mismas razones. Da pena que un libro tan bien planteado haya servido de tan poco para mejorar la política y la comunicación, especialmente cuando al autor le sobran credenciales y tiene una voz de prestigio que encuentra oídos atentos con más facilidad que otras voces. Genera cierta desesperanza que, a la hora de resolver conflictos internacionales e informar sobre la complejidad de las relaciones humanas, sigamos cometiendo los mismos errores de antaño.
Origen y pertenencia: la ilusión de la singularidad
Muy crítico con la teoría del choque de civilizaciones, de Samuel Huntington, Amartya Sen deconstruye con paciencia infinita ese tosco mapamundi de Huntington en el que solo se puede ser occidental, ortodoxo, islámico o hindú, en el que la religión nos define como personas, la civilización de origen determina nuestra manera de ser sin remedio y, en consonancia, estamos abocados a la diferencia y al choque. «Considerar que una persona es, principalmente, miembro de una civilización significa ya reducir a las personas a esta única dimensión. La deficiencia de la tesis del choque comienza mucho antes de llegar al interrogante acerca de si las distintas civilizaciones deben necesariamente chocar», observa Sen.
La religión, desde luego, no lo es todo. Como no lo es todo el país, el idioma, el género o las preferencias musicales. Incluso al interior de cada una de esas identidades, incluso siendo las mismas, hay múltiples maneras de vivirlas. La «ilusión de la singularidad», como llama él a este reduccionismo, pretende clasificar a las personas (y sus complejidades) en un esquema de brocha gorda que solo admite la dicotomía: o eres esto, o eres lo otro. O eres musulmán o eres occidental. Y no hay nada más que te explique como ser viviente sobre la tierra, te pongas como te pongas.
No sorprende que ahora, ante el drama de los refugiados sirios, hagamos asociaciones de ideas muy rudimentarias en las que sirio es igual a musulmán, que es igual a islam, que es igual a terrorista, y entonces sirio no es bienvenido aquí, a la civilización occidental, que es igual a cristiandad, que es igual a libertad, a democracia y a paz. Erramos mucho al leer, prescindimos de las evidencias de la Historia y confundimos con pasmosa facilidad victimarios y víctimas.
O eres ortodoxo o eres hindú. Y, según el precario mapa de Huntington, eres hindú si has nacido en la India. Al respecto, Sen aporta un dato maravilloso que desbarata este andamiaje mental: «Cuando se describe a la India como una ‘civilización hindú’, [se] debe minimizar el hecho de que la India tiene muchos más musulmanes que cualquier otro país del mundo, con excepción de Indonesia y, muy marginalmente, de Pakistán. La India no es incluida en la arbitraria definición ‘el mundo musulmán’, aunque con sus 145 millones de musulmanes (más que toda la población británica y francesa juntas), la India tiene muchos más musulmanes que casi todos los países incluidos en la definición de Huntington de ‘mundo musulmán’». Ahí es nada.
Decir que la India es hindú equivale a borrar del mapa al 20% de su población, compuesta por musulmanes, sijs, budistas, jainistas, agnósticos y ateos. Y más aún: decir que la India es hindú no alcanza para definir a ese 80% de población que sí es hindú, pero además de su religión se identifica con muchas otras cosas, desde la política hasta las aficiones, en las que puede diferir (y, de hecho, difiere).
«La confusión entre las identidades plurales de los musulmanes y su identidad islámica en particular no es solo un error descriptivo; en el precario mundo en el que vivimos tiene serias consecuencias sobre las políticas para la paz», escribió Sen en 2006. Ha pasado una década y no hemos aprendido demasiado.
La identidad, (todo) eso que eres
El libro analiza a fondo el concepto de identidad. Página a página, lo va dotando de profundidad y relieves al tiempo que muestra cómo las simplificaciones que se hacen sobre ello cristalizan en barreras que promueven la confrontación. La identidad mal entendida pavimenta el camino a la violencia.
«El arte de crear odio se manifiesta invocando el poder mágico de una identidad supuestamente predominante que sofoca toda otra filiación y que, en forma convenientemente belicosa, también puede dominar toda compasión humana o bondad natural que, por lo general, podamos tener. El resultado puede ser una rudimentaria violencia a nivel local o una violencia y un terrorismo globalmente arteros», plantea el autor ya en el prefacio. De ahí en adelante, no solo explora el significado –y el alcance– de la identidad de manera minuciosa y documentada, también lo aborda desde diferentes ángulos para mostrar su multidimensionalidad.
Algo que me gusta especialmente de este libro es que Amartya Sen trabaja sobre el concepto de identidades múltiples. Esto es, los distintos espacios, movimientos o grupos con los que se puede identificar una misma persona. «En nuestras vidas normales –expone–, nos consideramos miembros de una variedad de grupos; pertenecemos a todos ellos. La ciudadanía, la residencia, el origen geográfico, el género, la clase, la política, la profesión, el empleo, los hábitos alimentarios, los intereses deportivos, el gusto musical, los compromisos sociales, entre otros aspectos de una persona, la hacen miembro de una variedad de grupos. Cada una de estas colectividades, a las que esta persona pertenece en forma simultánea, le confiere una identidad particular. [Por tanto], ninguna de ellas puede ser considerada la única identidad o categoría de pertenencia de la persona».
Uno puede ser inmigrante sudamericano en España y, al mismo tiempo, ser hincha de Barça. También vegetariano, ateo, indigenista, albañil, fan de la cumbia y hombre feminista. Uno puede pertenecer a todos esos grupos e identificarse con ellos sin que la pertenencia a cada uno suponga renunciar a los demás. Es más, uno puede pertenecer a dos grupos que, en principio, son excluyentes. El autor lo ilustra con un ejemplo bien conocido por los migrantes, el de la ciudadanía:
«Una ciudadanía, en un sentido elemental, es opuesta a otra en la identidad de una persona. Pero, aun las identidades opuestas no necesariamente indican que solo puede sobrevivir una de las especificaciones, descartando todas las demás alternativas. Una persona puede tener doble ciudadanía, por ejemplo, tanto de Francia como de los Estados Unidos. Por supuesto, la ciudadanía puede ser excluyente. No obstante, incluso en las situaciones de exclusividad, el conflicto de la doble lealtad no necesariamente tiene que desaparecer». Un inmigrante puede mantener su ciudadanía de nacimiento, pero sentir lealtad y pertenencia hacia su país de acogida, o puede adoptar formalmente la ciudadanía de su nuevo país sin dejar por ello de sentir lealtad o pertenencia hacia su país de nacimiento.
En esto de las identidades múltiples, Sen plantea que no todas son igualmente relevantes, que no todas son permanentes y que la importancia de ciertas identificaciones viene determinada muchas veces por el contexto. Ser boliviano en España no significa lo mismo que ser boliviano en Bolivia. Ser vegetariano cuando se acepta una invitación a comer no implica lo mismo que ser vegetariano cuando se acepta una invitación a un concierto. «La importancia de una identidad particular dependerá del contexto social». Uno no deja de ser lo que es; simplemente, el entorno interpela a distintos registros de nuestra persona.
La identidad, lo que creen que eres
La identidad, desde luego, está influenciada por la cultura y la comunidad a la que uno pertenece. Sin embargo, el autor del libro subraya que «influencia no es lo mismo que determinación total» y que uno siempre puede elegir y razonar sus identidades relevantes, más allá de esas influencias culturales. Así y todo, la elección de una identidad no siempre es algo sencillo ni nos deja mucho margen de maniobra. Sobre todo, cuando se trata de saber «hasta qué punto podemos persuadir a los demás de que somos diferentes de lo que afirman que somos».
La percepción que tenemos sobre el otro –y, en simultáneo, la que tienen sobre nosotros–, es a veces muy difícil de cambiar. Entre otras cosas, porque es un prejuicio que se apoya en un colectivo muchas veces caricaturizado que opera como «extensión del yo». Sirva el autocompletar de Google, que se basa en las tendencias de búsqueda más populares, como empirismo doméstico para verlo:
Cuenta Sen que, un día, una profesora le dijo que los indios son demasiado descorteses. «Acepté esa generalización de inmediato: la alternativa habría sido que [me] diera más pruebas de la propensión de los indios a ser descorteses. Sin embargo, me di cuenta de que, más allá de lo que yo dijera o hiciera, la imagen mental que ella tenía no cambiaría rápidamente», relata. Con ese apunte ilustra que la «la libertad de elegir nuestra identidad frente a los demás a veces puede ser extraordinariamente limitada», aunque matiza que limitada no significa inexistente. Y, para mostrarlo, establece un paralelismo económico muy fácil de seguir. «Cualquier estudiante de economía sabe que los consumidores siempre eligen dentro de un presupuesto restringido, pero eso no indica que no tengan opción, sino solo que tienen que elegir dentro de sus presupuestos». Con la identidad, las identidades, sucede a menudo lo mismo.
Quizá mientras aprendemos a mostrar lo que somos, en toda nuestra complejidad, debamos aprender a mirar lo que son los otros, también en toda su complejidad. Somos diferentes de muchas maneras distintas y lo fascinante es que esa variedad nos une más que una única diferencia homogeneizadora, arbitraria e impuesta. Como dice Sen, «un enfoque singularista puede ser una buena forma de malinterpretar a casi todos los individuos del mundo». Me quedo con eso. La identidad de una persona, de un colectivo, incluso de un país, no es plana, ni única ni estática. Se parece más al Cubo de Rubik que al Cuadrado Negro de Malévich.
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