‘Dicen que’, el libro de SOS Racismo Gipuzkoa sobre prejuicios y bulos

portada-dicen-que-SOS-RacismoSOS Racismo Gipuzkoa acaba de publicar Dicen que… un libro que contiene alrededor de una treintena de relatos y reflexiones sobre los prejuicios y los estereotipos que tenemos sobre los demás. En particular, sobre las personas que migran. También incluye la letra de una canción del grupo Mursego y una entrevista colectiva entre algunas de las personas que componen ZAS!, la red vasca antirrumores.

Citar todos los nombres de quienes participan sería largo, pero aquí van unos cuantos: María Cruickshank, Ander Izagirre, Hajar Samadi, Garbiñe Biurrun, Kristian Pielhoff, Tatiana Bellorín, Carlos Gayaralde, Maya Amrae, Jenny Perlaza, Begoña Villas, Sukrü Karakus, Baba Fotso… Sus palabras nos ayudan a unir las culturas vasca y española, entre otras, con la nicaragüense, la argelina, la colombiana, la turca o la nigeriana, y construir entre todas un libro coral, lleno de voces y de matices.

Por mi parte, he tenido la suerte de participar con el relato (veraz) de algo que sucedió hace 15 años y que hoy comparto también en este espacio (la versión digital del libro se puede descargar aquí).


 

«¡Tú nunca vas a hablar bien ni aunque te cases con un vasco y te vayas a vivir a un caserío!», me soltó en mitad de la clase para zanjar la conversación. Sucedió en Bilbao, en 2004; yo cursaba el segundo semestre del Máster de Periodismo de El Correo y él era mi profesor.

Discutíamos sobre mi vocabulario y acento uruguayos —todavía intactos por ese entonces—, que convertían los grifos en canillas, las playas en plashas o las cerezas en seresas. Desde su punto de vista, yo usaba expresiones raras y a mis palabras les faltaban o les sobraban fonemas. Eso era un fallo, me decía, que debía corregir cuanto antes. Desde el mío, tan solo hablábamos distinto (el uno del otro, que la cosa era de a dos), pero no mejor ni peor. Podíamos entendernos, así que no había problema alguno.

Lo problemático, realmente, era lo que él proponía: transformar una clase de periodismo en una de interpretación. Era absurdo que me exigiera impostar un acento en lugar de enseñarme a mejorar el contenido de mis piezas informativas, como sí hacía con los demás estudiantes. ¿De verdad debía esforzarme en hablar como si hubiese crecido en Santutxu o en Deusto? ¿Ese era mi margen de mejora en un posgrado al que había accedido después de un riguroso proceso de selección en toda América Latina? ¿Cómo podría relatar apropiadamente algo serio si mi voz sonaba a parodia? Le dije que me parecía un sinsentido y fue ahí cuando me lanzó lo del baserri.

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El episodio es un tesoro didáctico y por eso lo comparto aquí. No solo ilustra muy bien con qué facilidad se pueden estropear las cosas entre las personas, sino que también muestra de manera cristalina cómo funcionan los prejuicios. En concreto, los que hacen daño; esos que, además de nacer de la ignorancia, se desarrollan cuando hay una asimetría de poder. Es evidente que el profesor y yo no estábamos en igualdad de condiciones para confrontar puntos de vista. Por eso él pudo soltar una frase como aquella —humillante, machista y con pretendida superioridad cultural—, y por eso me quedé callada.

¿Cuántas veces se reproduce esta dinámica en la vida de las personas que migran? ¿Cuántas veces quienes tienen el poder, sean individuos o colectivos, determinan los tiempos, los tonos y se apropian del discurso? ¿Cuántas veces el relato sobre los otros es sesgado, incompleto y carente de sensibilidad? Aquel día, en el aula, el profesor eligió hacer foco en lo distinto y definir lo distinto como un problema. Eligió desoír mis argumentos, obviar mis circunstancias y no pensar, ni siquiera por un instante, que ese acento bueno que él defendía tan solo representa el 10 % de una comunidad formada por 500 millones de hispanohablantes. No tenía por qué hacerme caso, porque él tenía el poder. Y, desde esa posición, podía instalar el razonamiento maniqueo de lo bueno y lo malo; trazar un escenario donde no hubiera lugar para la empatía o el matiz, ni siquiera para los datos.

Ese trazo de brocha gorda, que dibuja un mundo de absolutos y de bloques homogéneos, no es nuevo. En cambio, es tremendamente peligroso: nos conduce a las identidades monolíticas, a las pertenencias únicas, a la caricaturización de los demás y, en suma, a la confrontación. Es la vieja historia del nosotros y del ellos, del conmigo o contra mí, que tanto rédito político tiene en estos días. Y es la historia de aferrarse a lo de toda la vida (como si las costumbres y las cosas siempre hubieran estado allí, desde que murió el último dinosaurio), en lugar de exponerse a lo distinto, a ver qué tal.

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El mundo esbozado con trazo grueso, impreciso e irreal, es lo que sustenta el discurso del odio. Nos conduce a relacionamos con conceptos en lugar de hacerlo con personas; a hablar de los inmigrantes en lugar de hablar con quienes migran. Cada vez que nos referimos a un colectivo para definir a las miles de personas que lo integran, dejamos de ver la movilidad social, la permeabilidad cultural y lo dinámicas que son las relaciones humanas. Nuestra mirada pierde profundidad y dejamos de ver lo evidente: nadie se agota en una única etiqueta, no importa lo grande o pesado que sea el rótulo.

Siempre recuerdo el episodio con el profesor como un día triste. Sobre todo, porque el daño podría haber ido más allá de mi autoestima. ¿Qué habría pasado si yo, en lugar de entender su actitud como algo puntual, la hubiera extrapolado al resto de la sociedad? ¿Qué retrato podría hacer de este país si solo utilizara las malas experiencias que viví o las que sufrieron todas las personas migrantes a las que entrevisté? Seguramente, uno incompleto e injusto.

¿Y si me hubiese vuelto refractaria al entorno? Probablemente, no tendría los amigos, la pareja ni el trabajo que tengo porque le habría cerrado la puerta a personas y experiencias extraordinarias simplemente por ser distintas a mí. No sería este mosaico de pertenencias que soy, ni tendría esta identidad híbrida que tan cómoda me hace sentir en Euskadi, Montevideo o Madrid, los tres lugares que considero mi casa. Y, claro está, tampoco hablaría con este acento mestizo que tanto desconcierta a quienes defienden las purezas.

Si mi reacción a las palabras del profesor hubiese consistido en replegarme en un bastión identitario, nada de eso habría ocurrido. Me habría convertido en una persona de horizonte limitado. Como él.

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