La novelista madrileña Sara Cordón migró a Nueva York en 2012 huyendo de la precariedad laboral española. Quería ser escritora y ganarse la vida en algo relacionado con el mundo literario; sin embargo, su día a día aquí era una sucesión de trabajos que estaban poco o nada relacionados con la literatura. Y cuando lo estaban, estaban mal remunerados. Fue telepizzera, vendedora de palomitas en el cine, correctora, recepcionista en una escuela de escritura creativa, vendedora de libros en Fnac, profesora de niños con altas capacidades, chica para todo en un McDonald’s, promotora de productos en supermercados, vendedora de helados y algunos oficios más que no detalla por no abrumar.
De hecho, publicó unas biografías sobre personajes célebres, como Cleopatra y Marco Polo, para la editorial infantil El Rompecabezas. A día de hoy, ni ella ni otros autores han cobrado el dinero pactado y, como ella misma ha denunciado en Twitter, la editorial sigue lucrando con su trabajo y el de otras personas, que también fueron estafadas. En fin, un día se hartó de que todo resultara tan complicado aquí y pidió una modesta beca en una prestigiosa universidad de Nueva York para cursar un máster de dos años en escritura creativa en español. Se la concedieron y se fue. Estados Unidos le dio la oportunidad de hacer un fresh start, como dicen en las series, y ella lo aprovechó.
Seis años después, Sara Cordón sigue viviendo al otro lado del Atlántico. En este tiempo terminó su máster, abrió la editorial Chatos Inhumanos junto con unos amigos y empezó un doctorado. También se echó un novio mexicano, publicó su primera novela y encontró su lugar en el mundo como parte de la comunidad hispana y latina de Nueva York. Es decir: no le faltan ni razones ni raíces para pensar que migrar fue un acierto. Eso sí, como ella misma aclara en la novela, su caso es especial y suertudo: pudo disfrutar de la ayuda de una beca.
El pasado mes de junio, Cordón estuvo en Madrid para presentar su primera novela, Para español, pulse 2, publicada por la editorial Caballo de Troya. Antes de que regresase a Nueva York, la entrevisté para la revista CTXT y charlamos sobre su libro, el reto de profesionalizarse como escritora, la novela como producto de mercado, el panhispanismo que caracteriza a la comunidad intelectual latina neoyorquina o la comodidad que acompaña a la subalternidad con suerte. Para Un puerto que cambia, además, conversamos sobre su experiencia migratoria.
Nueva York, ciudad en transformación
Algo que deslumbró a Cordón fue el tamaño y el alcance de la comunidad hispana y latina en Estados Unidos. Eso es algo que puede apreciarse con nitidez en su novela. «As you know en Estados Unidos los hispanos y latinos somos casi un veinte por ciento de la población. O sea, más de cincuenta millones», dice el personaje de Poncho mientras charla con unos editores españoles que sopesan si invertir o no en el mercado estadounidense. Y, en otro momento, leemos que la población hispana y latina de Nueva York asciende a 3,5 millones de personas, por lo que es la segunda en tamaño (por delante de la asiática o de la afroamericana).
Ahora bien, el asunto de la diversidad no es meramente estadístico, sino que está relacionado con transformaciones reales en la ciudad. Por alguna razón suele decirse que no hace falta saber inglés para vivir en Nueva York, ¿no? En Para español, pulse 2 leemos este fragmento muy significativo al respecto:
El español es en Nueva York el idioma de la subalternidad, pero, al mismo tiempo, el del poder más pedestre: el que se habla en las tiendas de barrio y en los restaurantes. El de la música reguetonera que se ha puesto de moda, con una estética caribeña sensual. Lo hablan los muchachos que se encargan del reparto a domicilio y las chinas de las manicuras a seis dólares que, por percibir sueldos tan bajos, han dejado de ser chinas para ser latinas.
De hecho, los personajes que más hablan en la novela —en su mayoría compañeros del máster de Sara— dan cuenta de la gran variedad de registros del español —chileno, dominicano, mexicano, colombiano, venezolano, rioplatense, etcétera— que se escuchan a diario en la llamada capital del mundo. Y no solo que se escuchan, sino que se mezclan entre sí —también con el inglés, claro— y alumbran una nueva manera de hablar nuestro idioma. Un idioma donde palabras como vaina, chévere, perrona, cheto o chupamedias forman parte del acervo común, y no son ya localismos de ningún país. Un idioma que, de algún modo, es un español más universal.

Por eso mismo, leída en clave migratoria, la novela ofrece una lectura muy sugerente: si Nueva York se está transformando desde hace décadas con tanta intensidad y profundidad —al menos una de cada cinco personas es migrante—, ¿no parece lógico que nuestras ciudades estén cambiando de una manera similar, solo que con unos años de retraso?
La lectura de Para español, pulse 2 nos deja una certeza: somos mezcla y diversidad, y hacia eso tendemos cada vez más rápido; por tanto, en vez de replegarnos sobre nuestra identidad cultural, lo suyo es abrirnos y volvernos permeables a las identidades que nos rodean. Eso es lo que hizo al menos Sara Cordón no solo en su novela, sino en la vida cotidiana; ella se fue siendo una madrileña de toda la vida y, ahora, enriquecida por seis años de experiencia migratoria, es, como suele decirse, simplemente una ciudadana más del mundo.
—Fue todo un descubrimiento llegar a Nueva York y encontrar tantas variantes del español, ¿no?
—Sí, fue todo un descubrimiento. Cuando llegábamos a Nueva York, muchos de mis compañeros de máster y yo nunca habíamos tenido que tratar con personas que hablasen en un español diferente al nuestro. Todo el tiempo nos preguntábamos cómo se decía tal o cual palabra; así, resaca, de repente, era guayabo o cruda, o un montón de palabras diferentes. Lo que hacíamos era que la palabra que escuchábamos más veces todos la empezábamos a decir. Empezamos todos a hablar todos un poco raro.
—¿Le ha cambiado el acento?
—Hay gente que dice que sí. El otro día me preguntaron si era gallega y, hace poco, una chica me dijo que si era colombiana… No creo que me haya cambiado tanto; de lo que sí me he dado cuenta es que, a veces, como a mi alrededor tengo un montón de personas de diferentes países de Latinoamérica, uso sin darme cuenta expresiones que no utilizaría en España. Aquí intento no hacerlo, pero cada tanto se me escapa alguna; y a unas personas les parece que me hago la guay y a otras, que hablo así por culpa del inglés… De hecho, Mercedes Cebrián [la editora de Caballo de Troya], me ha tenido que corregir cosas en la novela que no se dicen así en España. Me refiero a la voz del narrador, la de Sara, que habla un español de España que pretende ser neutro, aunque ya sabes que eso de la neutralidad es un invento.
—En la novela leemos esta reflexión sobre las migraciones: «Cuando se emigra resulta indispensable adoptar una noción más amplia del concepto de familia». Hábleme de esto.
—Sara es un personaje huérfano. Siempre hay dudas con respecto a qué personajes de su familia han muerto y cuáles no, pero eso da igual. Está huérfana en su propio país, pero fuera de él es más huérfana todavía. Por eso fuera tiene estos recuerdos de sus familiares muertos. De hecho, aunque sus compañeros le piden que escriba sobre la crisis económica, su relación con España se establece a través de su orfandad, de su familia perdida. La familia es lo que tiende a anclarte; es la raíz. De repente, te das cuenta de que puedes echar raíces de otra forma.
—¿Y cómo son esas raíces?
—En mi caso, muy agradables, la verdad; muy reconfortantes. Me siento ahora como un árbol grande, de esos que crecen en el agua, como un manglar con una raíz intrincada que va de España a Estados Unidos. Eso sí, esa raíz americana no se estableció tanto en el país como en la comunidad que descubrí, que se convirtió en mi familia.
—Ahora son más que amigos, ¿no?
—Sí, porque cuando nos pasa cualquier cosa —cosas que aquí te resuelve tu familia, como cuando te pones enfermo—, allí estamos todos huérfanos; entonces nos los resolvemos. Somos una comunidad: nos destruimos y nos reparamos entre nosotros. Si un amigo está en el hospital, vamos todos porque somos su familia. Somos muy conscientes de la orfandad y de que hay que hacer un apoyo extra al que haríamos en el país de cada uno.
—¿Qué es lo que más le ha costado de emigrar?
—Como he sido una emigrante suertuda, todo me ha resultado fácil gracias a la beca que tuve. Eso sí, Nueva York es una ciudad jodida y que requiere de mucha energía.
—¿Qué le ha aportado tu experiencia migratoria?
—Uf, muchas cosas. Me ha hecho más versátil: al trato con diferentes personas, a intentar comprender circunstancias, también he aprendido a ampliar mi visión de Estados Unidos… Todo el mundo me decía: «Vas a volver a España con tu novio americano, alto, rubio, etcétera». Y resulta que mi novio es mexicano-americano, más bien bajito, gordote y moreno. El estereotipo del estadounidense no coincide con la diversidad real. He aprendido que Estados Unidos es un país muy complejo. Lo sabía a través de las películas, pero la realidad, al menos en Nueva York, tan multicultural y variopinta, es la de un país muy rico, que ofrece muchas cosas muy diferentes. Sigue habiendo una segregación y una injusticia social muy grande, por un lado; pero, por otro, todos esos seres segregados confluyen en el metro, en las calles y en determinadas zonas comunes. Por eso es difícil obviar que todos esos problemas existen.
—La novela muestra que las migraciones favorecen un cruce de clases sociales que, en el país de origen, muchas veces no se daría, o no de igual a igual. ¿Ha vivido eso en Nueva York?
—Sí, tanto por arriba como por abajo. Quizá lo que más me ha sorprendido es cruzarme en el máster con gente con tanto dinero; nunca había tenido amigos tan ricos. El dinero genera seres muy particulares. Tengo amigos que desde pequeños hicieron piano y baile, o que han viajado mucho y siempre han estado relacionados con la cultura; eso es algo que entre mis amigos españoles era muy raro. Pero también he experimentado el contraste, lo opuesto. Como trabajo en una universidad pública en el Bronx, tengo los casos de alumnos que, sin apenas recursos deben pagar unas matrículas bestiales —aunque sea una universidad pública—; por tanto, hacen su jornada completa de trabajo y luego vienen a clase. Son personas que viven situaciones muy duras. Aprender a amoldarme a las dos cosas me ha enriquecido mucho.
—Usted es de Cuatro Caminos, donde está lo que se ha dado en llamar el «pequeño Caribe». ¿Cómo es su relación con su barrio de siempre?
—Ahora es totalmente diferente para mí; me resulta más cercano. Antes había zonas del pequeño Caribe a las que no me atrevía a acceder por la noche. A veces, lo desconocido da miedo. Ahora he conocido a mucha gente caribeña, y entiendo mejor qué pasa en el barrio. Antes tenía un prejuicio xenófobo; sin embargo, entender me ha ayudado a perder el miedo y a disfrutar del enriquecimiento de mi barrio.
—¿Ve algún tipo de paralelismo entre Nueva York y la transformación que está viviendo Madrid?
—Ojalá que sí. Recuerdo un cuento de Juan Sebastián Cárdenas, publicado en la antología Madrid con perdón, que hizo Mercedes Cebrián, donde hablaba de cómo unas chicas de familia española que iban en el metro querían parecerse a las chicas latinas. Y, en mi antiguo colegio, ahora ves mucha juventud latina. También veo que, por fin, se empiezan a reivindicar movimientos afroespañoles… Eso es enriquecimiento, y eso me alegra mucho; en España todavía hay una mirada superconservadora. El verano pasado vine con mi novio y le gritaron: «¡Quita, gorila!». Es decir: estas cosas pasan.
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P.D.: Sara Cordón ganó el XII Premio Cosecha Eñe de Relato. En la revista eñe, puedes leer su texto «Media beca», que forma parte de la novela Para español, pulse 2. Y si quieres saber más sobre la editorial Chatos Inhumanos, el artículo «Cuando editar es resistir», del diario argentino Página 12, cuenta muy bien sus inicios, la orientación del catálogo o su vocación mestiza respecto al lenguaje.