Uruguay es uno de los pocos Estados de América Latina que no permite el voto desde el exterior, pese a que el 16 % de su población vive fuera del país. Esta semana, el Senado aprobó un proyecto para habilitar el voto de quienes han emigrado, una medida que los partidos de la oposición calificaron de «inconstitucional» y que una parte de la ciudadanía percibe como electoralista. La situación es tensa en el plano político y comienza a ser hostil en el plano social. Se habla ya de xenofobia entre compatriotas, algo que suena absurdo, pero es real y que empieza a sentirse desde afuera. Esa sensación es el disparador de este artículo, que parte de un escenario concreto pero abarca un problema global.
Por Laura Caorsi
¿Qué lugar ocupamos las personas que emigramos en el imaginario de nuestros países de origen? Somos bienvenidas cuando vamos. Agasajadas con comida rica, largas charlas y cosas que extrañamos. Quienes nos reciben se alegran de vernos. Nos abrazan. También nos despiden con tristeza. Nos mandan fotos de los cumpleaños y las vacaciones. Nos dicen con frecuencia «ojalá estuvieras acá». Ponen «me gusta» a nuestras fotos lindas del Facebook. Y cuando salen del país, nos visitan; vienen a nuestras casas, a veces duermen en nuestro sofá. Los lazos son fuertes y los sentimientos, genuinos. Sin embargo, en ocasiones, nada de eso alcanza para que nos perciban como ciudadanos completos, con capacidad para decidir en términos de igualdad. Cuando se trata de votar, nos convertimos en otra cosa. Estorbamos.
En estas últimas semanas he leído bastante acerca del derecho al voto de los uruguayos que residimos en el exterior. Y, antes de seguir, quiero aclarar algo: no me gusta el manoseo político de los derechos civiles ni me parece correcto hacer reformas a las bravas, sean del partido que sean. También, que si bien este texto nace de una situación personal y un Estado concreto, intenta reflexionar sobre un problema común a muchas personas migradas: descubrirse extranjeras en sus países de origen.
Como decía, he leído muchas cosas, desde artículos y comentarios, hasta discusiones y mensajes con foto de los que se cuelgan en las redes sociales o se mandan por WhatsApp. Algunos de esos mensajes son muy hostiles con quienes no estamos físicamente en el país y se refieren a nosotros como si fuésemos extraños. Y, por lo mismo, son hirientes. A mí, por lo menos, me generan pena y decepción porque quienes los envían o refrendan son personas que me conocen, con las que he compartido alguna etapa de mi vida o incluso una buena amistad. Son personas que, si nos encontráramos en una calle de Montevideo, se alegrarían de verme.








A partir de la perplejidad que todo esto me genera, planteo ocho reflexiones que —insisto— pueden leerse en clave local o global:
1. Emigrar no equivale a desvincularse del país
Emigrar no se traduce en «si te he visto no me acuerdo». Para nada. Tampoco es fácil ni sale gratis. Es más: tiene un costo emocional altísimo para quienes se van y para quienes se quedan. Quienes estamos fuera tenemos familia y amistades allí; por tanto, nos preocupa la inseguridad ciudadana, que se disparen los precios o que un tornado destroce casas y escuelas, como pasó en Trinidad. «No es justo que voten los de afuera; después no están acá para aguantar lo que eligieron», nos dicen algunos. ¿De verdad creen que nos da igual lo que pase donde viven las personas que queremos? ¿En serio nos imaginan votando irresponsablemente, como quien hace a distancia un experimento social?
2. «Cómo van a votar si no tienen idea de lo que pasa acá»
Estamos en otros países, no en la luna. Y hablamos por teléfono, accedemos a las redes sociales y usamos WhatsApp. Muchos participamos en grupos familiares, de exalumnos o de amigos. Y, así como compartimos chistes de todo tipo, nos enteramos también de las malas gestiones del Gobierno, de los robos a mano armada o del aumento del precio del combustible. Sin embargo, nos dicen: «No tienen ni idea de lo que pasa en Uruguay». Es curioso que las mismas personas que nos niegan el derecho al voto con este argumento sean, en general, las que nos informan de todo lo que ocurre, especialmente de lo malo. «¡Quienes viven afuera tienen una imagen distorsionada del país!», escriben en sus muros de Facebook o en los grupos de WhatsApp. Al respecto, una precisión: tenemos la imagen del país que nos dan.
3. «Hay que votar donde se pagan impuestos»
Aunque sea una obviedad, es pertinente recordarlo: no todos los ciudadanos de un país pagan impuestos. Hay gente que no tiene trabajo o que cobra en B. Hay gente que arma empresas offshore en paraísos fiscales o que no factura para ahorrarse el IVA. Y todas esas personas votan, incluidas las que defraudan a sus compatriotas en pequeña o en gran escala (a menos que estén en la cárcel). Pero, además, resulta que pagar impuestos en un país no es determinante para poder votar en él. En general, los Estados exigen a sus inmigrantes un montón de requisitos hasta considerarlos ciudadanos de pleno derecho (quienes vivimos en España, por ejemplo, lo sabemos bien).
4. El peso económico de la población invisible
Las migraciones no solo generan riqueza en los países de destino; también aportan muchísimo dinero a los países de origen a través de las remesas que hacen las personas de a pie. El año pasado, según datos del Banco Mundial, el envío global de remesas alcanzó los 613.000 millones de dólares. Uruguay, en particular, recibió 125 millones (el 0,21 % del PIB) por parte de su población residente en el exterior. La cifra se repite, de manera aproximada, desde hace años. Para situarnos: lo que enviaron los emigrados en los últimos dos años es más de lo que se necesitó para construir el nuevo Aeropuerto de Carrasco, ampliar el muelle C del Puerto de Montevideo y hacer la reforma del auditorio del SODRE. Nuestra fuerza de trabajo está deslocalizada, pero somos una potente inyección de capital.
5. La fantasía del voto como fruto del reposo
Hace mucho, cuando estudiaba en la facultad, un profesor de periodismo nos dijo lo siguiente: «Si escriben pensando en un lector sentado en un sillón de cuero, junto a la estufa y con una copa de brandy, están fritos. Eso no es lo habitual. La gente lee el diario como puede, en los pocos ratos libres que tiene, en lugares con ruido, en el bondi [autobús]». Con el voto pasa algo parecido. Es un error pensar que, simplemente por estar en el país, la elección de un candidato será fruto del reposo y, por tanto, más pertinente o valiosa que la de quienes estamos fuera. Desde luego, hay personas que reflexionan mucho antes de tomar una decisión electoral, pero, como bien saben las agencias de publicidad, es bastante más frecuente lo otro: el voto emocional. Incluso están bien vistos el voto de castigo y el voto con bronca. ¿Por qué si a ningún ciudadano se le exige aprobar un examen de conocimientos o de sensatez para votar sí se nos exige esos atributos a quienes hemos emigrado?
6. Paradojas migratorias: cuando hay más gente fuera que en varias provincias del país de origen
Según el último informe de la Organización Internacional de las Migraciones, en el mundo hay 244 millones de migrantes internacionales. Representan el 3,3 % de la población del planeta. Más de medio millón (529 630) son uruguayos. Solo en Argentina viven más uruguayos que en departamentos —provincias— como Colonia, Salto, Maldonado o Paysandú. En España, nuestro segundo destino migratorio, vivimos 75.663, lo que significa que somos más uruguayos aquí que en departamentos como Artigas, Durazno, Flores, Florida, Lavalleja, Río Negro, Rocha o Treinta y Tres. Estamos hablando de mucha gente que no puede ejercer sus derechos con plenitud, de unas leyes que no están a la altura de esta realidad social y de unas reglas que no son iguales para todos.
7. Vota el que está más cerca o tiene más dinero
Ahora mismo, la situación no es equitativa para todos los uruguayos que vivimos en el exterior. Quienes viven afuera pero relativamente cerca (por ejemplo, en Argentina) tienen más facilidades para «avecinarse» al país y ejercer su derecho al sufragio que quienes estamos en España, Estados Unidos o Australia. A su vez, entre quienes están más lejos, solo algunos pueden permitirse viajar dos veces para votar (por el ballotage), o viajar y quedarse todo un mes, hasta la segunda ronda. Para eso se necesita disponibilidad de tiempo y dinero, dos cosas que, juntas, no tiene casi nadie; ni siquiera los jugadores de fútbol mejor pagados. Ni Luis Suárez ni Edinson Cavani pueden votar, pese a ser dos símbolos indiscutidos del país. Ellos están en la misma zona gris que los otros 529.628 uruguayos, una zona en la que hay votos ligados a la proximidad geográfica y la capacidad económica. Y eso no se corresponde con un país que se jacta de tener el voto universal (y, además, obligatorio).
8. Cuando las leyes van más despacio que la realidad
Yo vivo en España desde hace 15 años, así que llevo 15 años sin votar en Uruguay. Las leyes (y los plebiscitos) me han asignado el lugar de una simple espectadora. Y me molesta. Sin embargo, también hay uruguayos emigrados que tienen una opinión diferente a la mía. No todo el mundo quiere votar o siente que sea apropiado hacerlo a distancia. En todo caso, es evidente que nuestro sistema electoral no se ajusta a la realidad actual, que tiene parches aquí y allá, que necesita una reforma y que deberíamos decidir entre todos cómo queremos que sea. Y cuando digo «entre todos» hablo también de los que estamos en el exterior. Quizá deberíamos plantearnos si el voto debe dejar de ser obligatorio, ¿por qué no? De esa forma, iríamos a votar quienes realmente tengamos el interés y la convicción de hacerlo, más allá del lugar donde tengamos el sofá.