«No somos bichitos raritos: tenemos nuestra cultura… Queremos poner nuestro granito de arena». Veronika Drazdova (Minsk [Bielorrusia], 1981) estudió teatro en la universidad, así que la palabra cultura tiene resonancias muy potentes para ella. De hecho, la música, el diseño, la pintura, la fotografía o la literatura son fundamentales en su día a día: alimentarse de la creatividad ajena le parece algo fundamental a la hora de estimular la propia.
Por eso mismo, Moiqut —su tienda— es un sitio donde se compra ropa y se habla de moda, pero también es un espacio donde se celebran conciertos, fiestas, exposiciones o lecturas dramatizadas. Incluso dispone de un punto de lectura —«Hasta en las mejores familias, hay una oveja lectora», dice un pequeño cartel— donde intercambiar libros y conversar sobre ellos. Además de ropa, Veronika procura vender alegría, buen humor y una buena dosis de creatividad en todo lo que hace. Esta es su historia.
[Si has caído aquí por casualidad y no sabes en qué consiste el proyecto Segundas impresiones, quizá te interese leer esto].
Por Rubén A. Arribas y Laura Caorsi
@estoy_que_trino / @lauracaorsi
Un día iba caminando por Barcelona y encontró un libro abandonado en un banco. Era una novela. Se la llevó a casa, la leyó y sintió que eso era lo que necesitaba leer en ese momento de su vida. Cuando terminó el libro —El abuelo que saltó por la ventana y se largó, de Jonas Jonasson—, lo colocó en otro banco y deseó que tuviese el mismo efecto balsámico en otra persona. Por eso, en su tienda de ropa, ha reservado un espacio para el intercambio de libros y organiza otras actividades; por el placer de conocer gente y generar una pequeña comunidad con la que compartir afinidades.
Nacida en Minsk (Bielorrusia) y dramaturga de formación, Veronika Drazdova ha trabajado como dependienta desde que tenía 18 años. Mientras ganaba experiencia como empleada, supo que algún día tendría su propia tienda y que esa tienda suya sería algo especial. Imaginó un espacio donde la ropa se rodeara de arte, desde exposiciones de cuadros y actuaciones musicales hasta obras de microteatro y lecturas dramatizadas interactivas, como las que hacía en la universidad. Incluso pensó que estaría bien organizar fiestas cada tanto para que su clientela se conociera entre sí, pasara un buen rato y pudiera degustar una dosis de talento emergente.
Todo eso lo materializó en Bilbao, donde pudo concretar su idea. «Me gusta mucho el arte; disfruto con él. Cada vez que vienen artistas nuevos, me inspiran», explica. En los carteles de la tienda aún conserva el póster de la fiesta de febrero, donde tocaron los músicos Irrintzi Ibarrola y Peri & Gros, o donde la fotógrafa Teresa Ormazabal expuso su trabajo Transferencias.
Precisamente, una pieza de Teresa Ormazabal le sirve a Veronika para explicar qué le aporta rodearse de arte. «Un cuadro suyo me ayudó a entenderme mejor a mí misma: ahora sé que soy la capitana de un barco solitario sobre un mar de zanahorias», dice. Y, consciente de la sorpresa que inspira la imagen que evoca, añade: «¿Que por qué un mar de zanahorias? No hay explicaciones profundas… Es algo visual».
A la vista de la ropa desenfadada que vende —y que elige en ferias de Londres o París—, resulta sencillo captar su gusto artístico. Sus prendas preferidas tienen formas asimétricas, son minimalistas y utilizan tonos suaves. También el espacio refleja su interés por lo estético: la tienda es diáfana, con poca ropa —pero elegida con mimo— e invita al contacto personal. Esto último es clave para ella: le encanta conversar con todas las personas que entran. Disfruta de la cercanía.
Un proyecto viable
La idea de un local así surgió en sus paseos por el barrio de Malasaña, cuando vivía en Madrid. Allí trabajó siete años en una tienda que vendía ropa de segunda mano y que desempeñaba una intensa labor solidaria en África. Se implicó tanto y tan a fondo en el proyecto que casi termina de cooperante en Mozambique. Impulsiva y llena de energía como es ella, pensó que esa era la mejor manera de salir del estancamiento laboral al que sentía que había llegado. Sin embargo, supo dar un paso atrás a tiempo y reorientar su espíritu social.
Fruto de esa crisis, le quedaron dos enseñanzas. Una, la filosofía aprendida en aquella tienda: mejor arreglar pequeños problemas concretos que aportar dinero para grandes causas generales. Otra, lo que le pedía el cuerpo: cambiar de ciudad. Por eso, cuando unos amigos hace nueve años le dijeron que por qué no venía a Bilbao y los visitaba, dijo enseguida que sí. «Era mayo, llovía —cómo no—, salimos a pasear y me fijé en los abedules, en las ventanas iluminadas y las escenas familiares que se entreveían detrás de esas cortinas: la tele parpadeando, gente cenando…». En ese preciso instante quedó prendada de Bilbao. Sintió que aquí podría encontrar algo que echaba de menos desde que salió de Minsk: la sensación de hogar.
De hecho, el nombre de su tienda, Moiqut, significa ‘hogar’, aunque antes de tener la acogedora apariencia de hoy, fue una ferretería. Como recuerda Veronika, el local estaba lleno de estanterías y albergaba unas 8000 tuercas cuando ella y su pareja lo cogieron para reformar. Ahora, la tienda alberga una de aquellas estanterías —donde se encuentran los libros— y el techo conserva el aire industrial que una vez dominó la atmósfera.
El proyecto lo supervisó Lan Ekintza, de quien Veronika valora que actuara como un interlocutor crítico para afinar su idea. «Yo tenía un proyecto y me ayudaron a poner las bases. Todavía tengo una asesora que sigue la evolución del negocio, me recomienda cursos, me da consejos…», detalla. Y, con orgullo de alumna aplicada, agrega: «Estoy siguiendo el plan de negocio que presenté, paso por paso».
Fruto de esa perseverancia en el trabajo bien hecho y de la creatividad que ha demostrado al colaborar con otros comercios o la facultad de Bellas Artes, la tienda recibió hace poco un reconocimiento institucional: «Nos han dado la baldosa al comercio innovador». También el de la gente: en el certamen Arteshop Bilbao 2017, que mezclaba artistas y tiendas, ganaron el premio del público.
Una ciudad donde madurar
Veronika aprecia particularmente la vida cultural bilbaína. Apoyó desde el inicio la apuesta teatral de Pabellón n.º 6, va a la ópera al Euskalduna —sobre todo, si ponen Carmen— y disfruta mucho de los conciertos de Bilborock y de la música en directo en el Residence. «También me quedo con lo verde, con los parques… En cualquier sitio te sientas en un banquito y hay zonas de confort; a algunos les parecerá una tontería, pero otros valoramos mucho eso», subraya.
Bilbao es, sobre todo, una ciudad que le permite construir relaciones personales a su medida: «Soy de ir siempre a los mismos sitios y tomar tal pintxo en tal bar… ¡Llevo nueve años yendo a la misma peluquería!». Sus rutinas no son manías; simplemente, le gusta sentir que tiene raíces aquí, que forma parte de la comunidad. Cuando entra en esos locales y la saludan por su nombre, se siente como en casa.
Migrar implica mucha soledad, especialmente en ciertos periodos; de ahí que Veronika rehuya de lo impersonal. Si bien los inicios fueron duros, ahora, después de tantos años, la situación es la contraria: «Dedico tiempo a las personas que me importan, y son muchas. Cuando llegan las Navidades, lo difícil es cuadrar fechas con todos los amigos y amigas de la cuadrilla. ¡Me faltan fines de semana!».
Según ella, no tiene idea de marcharse. «Aquí me han dado la posibilidad de montar el negocio. En otra ciudad,no sé si hubiera sido posible», especula. Además, ha conseguido lo que buscaba: proximidad con las personas y un entorno amable donde crecer sin sobresaltos. «He madurado en Bilbao —dice—. He aprendido que se puede vivir siendo fiel a ti misma». Quizá eso ayude a entender una frase en bielorruso que está pintada en su tienda y que se lee nada más entrar: «Lo que empezó siendo un refugio, ahora es mi casa».