La primera entrevista con Jonally Puzon se publicó el 7 de junio de 2010, es decir, pasaron 7 años entre aquella impresión y esta. El reencuentro con Jonally es un buen ejemplo de cuánto puede cambiar la vida de una persona en tan poco tiempo. Entre aquel momento y este otro más reciente —a mediados de septiembre de 2017—, a Jonally le dio tiempo a enamorarse de Alberto, formar una pareja estable con él y tener dos hijos. También a echarse unos suegros vascos tan dispuestos a participar en la crianza de los nietos como a viajar con ella a Filipinas para conocer a su familia. Ahora, Jonally (Bais City, 1981) es una vecina más de su barrio, Romo; según ella, la calidez de la gente la hace sentirse tan arropada como en su tierra natal.
Para hacer esta entrevista contamos con una guía de lujo: Elizabeth Araojo, la tía de Jonally, quien reside desde hace casi 40 años en Euskadi. Fue ella quien la acogió y cuidó cuando vino con 24 años y se instaló en Getxo. Esta vez, Elizabeth vino a recogernos al metro y nos acompañó hasta el bar de Alberto y Jonally. Mientras caminábamos, además de ponernos al día de la comunidad filipina, nos contó con visible alegría que se jubiló hace poco y que ahora está en ese momento dulce de la vida en el que disfruta de recoger lo sembrado.
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Por Rubén A. Arribas y Laura Caorsi
Enclavado en el barrio de Romo, el bar tiene un ambiente familiar, de vecinas y vecinos que se saludan y quedan allí para charlar. «Más que un bar esto es un txoko», reconoce Jonally Puzon, que ha dejado de atender la barra para conversar en una de las mesas. En la decoración del local se mezclan elementos dispares: la miniatura de un pesquero vasco, un póster con la famosa escena del camarote de los hermanos Marx, unas máscaras africanas talladas en madera y una lámina donde se ve a Mick Jagger, Bob Marley y Peter Tosh en Jamaica. Al fondo hay unas estanterías llenas de libros que van desde el Quijote hasta los cuentos de Dino Buzzati. Envolviéndolo todo, suenan los Dire Straits en pleno concierto del disco Alchemy.
En esa mezcla, abundante y ecléctica, casi pasan inadvertidos los dos únicos objetos que aluden a Filipinas: una botella de ron y el típico sombrero cónico que utilizan los campesinos recolectores de arroz. Quien no pasa desapercibida en este entorno es Jonally, siempre sonriente y buena conversadora. Es ella quien señala la botella de ron y dice que «solo se abre en las fiestas» y quien explica que «sombrero se dice igual en castellano que en tagalo». Se le da bien aclarar dudas y dotar de sentido a las novedades culturales.
Jonally había estudiado periodismo en Filipinas y quería ejercer su profesión en el Reino Unido. Para ello, viajó primero hasta Getxo, ya que aquí tenía familia y, por tanto, un respaldo que le facilitaba trabajar y ahorrar para ese proyecto. Desde que llegó, en 2004, tuvo varios empleos: cuidó niños, limpió casas, trabajó en el sector de la hostelería… Y durante todo ese tiempo tuvo claro que se iría, que estaba de paso.
Sin embargo, en el último de esos empleos —justamente, en este bar—, Jonally conoció a Alberto, se enamoró y pospuso sus planes de viaje. Tanto los pospuso que ha terminado construyendo toda una vida con él: están casados, tienen dos hijos —Aner y Enara— y regentan juntos el bar. En vez de convertirse en una reportera de televisión a pie de calle —su sueño—, eligió asentarse en un sitio apacible como Getxo, construir una familia y doctorarse en el arte de hacer una buena tortilla de patata.
Jonally atiende la barra y se encarga, sobre todo, de la cocina. El oficio de la hostelería le resultó duro desde el inicio: «Tuve que aprenderlo todo: el café es más cargado aquí que en Filipinas —más estilo americano—, el vino lo servía caliente…». Además, si bien ella sabía cocinar, no lo hacía ni de manera profesional ni tenía idea de la gastronomía vasca, que difiere bastante de la de su país. Así, para familiarizarse con los pintxos, iba a los bares, los fotografiaba y luego estudiaba cómo hacerlos.
Si en algo ha puesto empeño a la hora de aprender y de perfeccionar su técnica es con la tortilla. De patata desecha, sin cebolla y poco cuajadas, las tortillas de Jonally alegran las mañanas de quienes entran en su bar. «La primera me quedó como un revuelto…», recuerda entre risas. Y añade: «Me ha costado años aprender a hacerla: a veces me salía aguada, otras muy sosa, otras salada… Ahora, cada día me sale distinta, pero me sale bien».
Vacaciones filipinas en familia
Después de cinco años sin ir a su país, este verano Jonally pasó allí las vacaciones. Al reencuentro largamente esperado con la familia, esta vez se sumó otra intensa emoción: viajó con Alberto, Aner y Enara… y con sus suegros. Los cinco pasaron un mes alojados en una casa en Bais City, en la región de Vissaya, que Jonally compró en su día y que ha ido pagando gracias a sus trabajos en Euskadi.
Viajar en familia resultó muy enriquecedor para todos, en especial para los padres de Alberto, que ya están jubilados de la hostelería. «Para mis suegros fue toda una aventura.
Palmeras, cocos, plátanos… El calor y la humedad es lo que te mata, pero a ellos les recordó mucho a Cuba y su viaje de novios», comenta Jonally. Además, la aventura les dio la oportunidad de conocer mejor otros usos y costumbres, con la ventaja añadida de contar con alguien que les podía explicar lo que estaban viviendo. Es decir: mucha novedad alrededor, pero siempre contextualizada.
De algunas de esas novedades, ya estaban advertidos. «Cuando llegamos, les dije: “Aquí no hay pan, como en Getxo; aquí hay arroz todos los días”», recuerda riéndose. También les aconsejó que no pidieran vino, que era muy caro y de mala calidad, sino cerveza o ron. Ellos se dejaron guiar, probaron todos los platos y se aficionaron a las tortitas y al plátano caramelizado.
Otras novedades, sencillamente, las experimentaron allí mismo. Así, disfrutaron de la hospitalidad que caracteriza a los filipinos. «A mis suegros les impactó que, cada vez que
alguien nos invitaba a su casa, nos ponía comida como para una boda, cochinillo incluido. Allí a los vecinos les gusta juntarse. Aunque sean pobres, se ponen unas mesas y se hace vida en comunidad». También tuvieron la oportunidad de asistir a una boda: «Les llamó la atención que les pidieran ser padrinos… Les tuve que explicar que allí hay veinte mil padrinos y madrinas, y que no es tan trascendente como aquí», apunta. Y añade con una sonrisa: «Ah, y les advertí que la ceremonia religiosa duraba dos horas…».
Algo que les sorprendió a todos fue ver la cantidad de vascos que había en el pueblo; muchos de ellos en matrimonios mixtos. «Cada vez existe más mezcla; muchos emigrantes han regresado y, con el dinero ahorrado, han montado su negocio», reflexiona. En esas condiciones, la vida es más llevadera en Filipinas, un país del que Jonally se fue cuando tenía 24 años porque su salario como periodista era muy bajo y donde, como ella subraya, «se vive al día». En cualquier caso, sus suegros quedaron encantados con el país, su gente y su familia filipina, y «quieren volver». Eso sí, tendrán que elegir bien la fecha: «En mi pueblo hay un monzón y tres tifones al año», explica Jonally.
No hay playas como las de Getxo
Jonally eligió Euskadi porque su tía Elizabeth había emigrado 30 años antes y llevaba desde entonces viviendo en Bizkaia. Llegó en agosto de 2004 y, a pesar de que era verano, el cambio de temperatura le pareció tan fuerte que dormía con manta, jersey y calcetines. Hoy, desde la perspectiva que le da haber pasado 13 años aquí, tiene claro que «en Euskadi la gente vive más la vida», sobre todo si se fija en las personas mayores. «Veo señoras de 92 años que vienen a tomarse su vermú por la mañana… Incluso cuadrillas de señoras mayores que se toman sus marianitos o un chupito de pacharán, que salen con los amigos, van al cine o al teatro…», dice. En Filipinas, las personas mayores no tienen tantas facilidades para hacer vida en la calle.
Otra cosa que valora es la cultura local. De hecho, entre sus proyectos inmediatos, destaca uno: matricularse en el Euskaltegi y aprender euskera. «Mis hijos están en la ikastola, y en las reuniones me quedo fuera porque, en general, todo es en euskera. Quiero participar más», argumenta. Además, Alberto lo habla y le gustaría tener ese punto de complicidad con él, que está estudiando tagalo.
Jonally es un buen ejemplo de cuánto pueden cambiar la vida y las prioridades de una persona. Cuando vino, su intención era «trabajar, ahorrar, obtener la nacionalidad y viajar a Londres», donde podría buscar un empleo de lo suyo. Ahora, sin embargo, se siente una getxoztarra más: «Romo se parece mucho a mi pueblo; los vecinos son vecinos de verdad. Aquí todo es familiar y está cerca. Además, tenemos mejores playas en Getxo que en Filipinas. Allí las hay muy buenas, pero son privadas», desvela.
Jonally ha convertido Getxo en su hogar, donde se siente cómoda y feliz. Su única pena, dice, es que este hogar esté tan lejos de su familia. Al despedirse de su padre, después de las últimas vacaciones, él le hizo una pregunta que le arrugó el corazón: «¿Cuándo voy a volver a ver a mi nieta, cuando tenga novio?».
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Una historia de dos mundos, dos culturas, dos realidades que encontraron su nexo y encauzaron una vida en común. La comida filipina es variada en sus sabores, estaría bien que en el bar hicieran una cata de comida filipina… Incluir para conocerse de manera bidireccional.
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Gracias por el comentario, Paz. Hubo comida filipina en el bar de Jonally y Alberto. Si mal no recuerdo fue en la época en que la vida familiar no era tan intensa y daban comidas o cenas en el bar; en particular, a cuadrillas. Con la llegada de los hijos, debieron reducir la carga de trabajo, dejaron de servir comidas/cenas y se centraron en las tapas. Pero, bueno, no descartes que algún día regrese la comida filipina. Todo es proponérselo a Jonally.
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