Vivir me mata, de Paul Smaïl: el rechazo a las segundas generaciones

Ser de un país, nacer y criarte en él, y sin embargo, tropezarte a cada rato con alguien que se empeña en hacerte sentir que no lo eres. En las familias migradas, quienes integran la llamada segunda generación conocen bien ese drama donde las culturas, en vez de sumarse y formar una sinergia, entran en conflicto y ocasionan dolor, rabia, angustia, incomprensión o violencia. En la novela Vivir me mata (Editorial El Cobre, 2003), de Paul Smaïl, un chico nacido en Francia, en el seno de una familia argelina, nos cuenta lo complicado que resulta convivir con esa identidad fragmentada en tiempos de políticos racistas como Jean Marie Le Pen.   

Por Miguel Ángel Ortiz Olivera
@MAOrtizOlivera

libro-smailEl último Mundial de fútbol del siglo XX coronó a la «Francia multicolor», apelativo con el que Jacques Chirac —entonces presidente de la República— bautizó al plantel comandado por Zinedine Zidane, francés de segunda generación. Corría el año 1998, y el espejo del fútbol mostraba a todo el mundo la multirracial sociedad francesa. Sin embargo, otro reflejo más personal e íntimo, el de la literatura, había retratado ya un año antes esa misma sociedad en Vivir me mata (Editorial El Cobre, 2003).

La novela —publicada en Francia en 1997 y seis años más tarde en España—, la protagoniza Paul Smaïl, un joven francés de segunda generación menos afortunado que Zidane. Paul debe abrirse camino en un país atravesado por las ideas racistas de Jean Marie Le Pen, el líder de la extrema derecha francesa, a quien la selección multicolor le parecía la de «los representantes del papeleo». También debe sobrevivir a la precariedad económica y laboral a la que parecen destinadas muchas personas como él.

Smile, Smaïl!

Paul Smaïl cambia su apellido para acceder a una entrevista de trabajo. Lo americaniza a Smile y de este modo suena más alegre y, sobre todo, menos árabe. Vive a las afueras de París con su familia. A pesar de su licenciatura en Literatura Comparada, debe conformarse con trabajar como repartidor en una pizzería y de vigilante en un motel de mala muerte. Por el día, descarga su rabia conduciendo la moto del reparto a toda velocidad por el centro de París, mientras que, por las noches, lidia con peleas entre clientes, borracheras y hasta ayuda a sadomasoquistas a desencadenar a sus sumisos de la cama.

Las noches tranquilas, Paul se desfoga escribiendo su historia en un ordenador prestado: una historia de rabia, frustración y odio por no encajar en una sociedad que, desde que tiene recuerdo, lo ha rechazado. En el colegio, sus compañeros lo insultaban —moro, beur, moraco, paisa, moraca, moranco, mojamé, mustafá, guirufo, corajay— y le hacían sufrir todo tipo de vejaciones, robos y maltrato por ser diferente:

Los franchutes de pura cepa me zurraban porque me consideraban moro, los moros porque me consideraban demasiado franchute, los chalalas porque no era ni chalala ni realmente moro, ni del todo franchute; los negratas porque, a sus ojos, era white, y los amarillos, para complacer a los negratas, los moros y los franchutes.

Esa situación se agrava por su afición a los libros, y solo cambia cuando su padre decide apuntarlo al gimnasio de don Luis —hijo de un republicano español exiliado en 1939—, para que aprenda a defenderse con sus propios puños. Pero ya se sabe: con violencia no se gana el respeto; solo se engendra más violencia.

Una pieza sin rompecabezas

No encajar en el puzle, a Paul, le trae de cabeza. Su familia emigró a Francia, y él pertenece a la llamada segunda generación; una generación que, en algunos casos, no termina de acoplarse al organigrama social. Y Paul tiene muy claro el porqué: ellos no son «de pura cepa».

Por la calle, es habitual que la policía le pida la documentación por sus pintas de mustafá. También que abusen de su autoridad y lo insulten. Paul tampoco encaja en su grupo de amigos, ni mucho menos en los tristes trabajos que desempeña. Se siente preso de un sistema que, en vez de integrar, aliena. No traga al jefe de la pizzería, que conduce un Porsche, juega al golf —mientras le paga la mitad de su sueldo en negro— y vota a Chirac porque «hay que reducir la factura social». Tampoco aguanta a los clientes fachas que, antes de pagar la pizza, le preguntan si tiene «permiso de residencia en regla», si no será un ilegal, si es «realmente francés».

Ni siquiera logra conservar mucho tiempo su puesto en una librería, a pesar de su pasión por la literatura. Su dueña es una de las muchas progres con ínfulas paternalistas que cree que tener un francés con raíces magrebíes en plantilla expandirá las fronteras de su librería. «Son las personas como usted las que nos traen a Le Pen», le dice Paul cuando no aguanta más. «No tanto los malvados fascistillas de barrio, sino la gente como usted, que se proclama antirracista y todo eso». Por supuesto, automáticamente es despedido.

A pesar de su rabia, se esfuerza por integrarse y cada día se reivindica como francés «nacido en Francia, de padre francés». Sin embargo, al mismo tiempo, carga con un pasado familiar dual: por un lado, su abuelo murió defendiendo a Francia en la Segunda Guerra Mundial; por el otro, su tío fue uno de los más de 200 argelinos asesinados en la Masacre de París el 17 de octubre de 1961 a manos de los gendarmes.

Cuanto más avanza la narración, más caras se venden las sonrisas para Smile-Smaïl. En el mundo hostil donde se mueve, solo entreve un objetivo claro: hacerse respetar. Ni alegrías ni sueños para los de su clase social. Tampoco esperanza de que las cosas mejoren: con cada nueva experiencia, se agranda el abismo que separa a los «franceses de pura cepa» y a los de segunda generación:

Soy árabe. ¿No tiene un árabe ojos? ¿No tiene un árabe manos, órganos, proporciones, sentidos, emociones, pasiones? ¿No se alimenta de lo mismo, es herido por las mismas armas, sufre las mismas enfermedades, se cura con los mismos remedios, siente calor o frío con el mismo verano y el mismo invierno que un francés de pura cepa?   

La situación familiar no ayuda: su padre cae enfermo y su hermano pequeño opta por la vía del culto al cuerpo con anabolizantes y el dinero fácil del mundo del sexo. Solo el amor le dará una pequeña tregua con una fugaz relación con Myriam, una compañera de la librería. Eso sí, también con ella le asaltarán las dudas, como cuando le invita a conocer a su familia: «¡Soy su primer árabe! ¡Un árabe que les quita a su hija! […] ¡Un partidario de la Intifada! ¡Uno que pone bombas! ¡Un asesino!».

El salvavidas de la literatura

Los libros se convierten en la tabla de salvación para Paul. Las constantes referencias a Moby Dick y La isla del tesoro brillan entre tanta oscuridad. «La lectura fue lo único que me permitió aguantar aquel largo año», el de la muerte de su padre y de su hermano, dos sucesos que lo golpean con tanta violencia que ni el boxeo le sirve para sudar tanta rabia.

Aunque escribir le ayuda, se da cuenta de que, con las tres palabras del título, ya lo ha dicho todo: Vivir me mata. La escritura tampoco impide que el odio y la venganza se cuelen entre los renglones finales, como esos integristas que van apareciendo por el barrio:

Si nos hincháis a patadas y nos rompéis los dedos mientras estamos detenidos, si nos escupís a la cara (literalmente), si nos meáis encima (literalmente)… Y si nos negáis un trabajo que daréis a alguien menos cualificado que nosotros pero también menos moreno, ¿no acabaremos acaso por rebelarnos? […] Si somos como vosotros para todo lo demás, también nos parecemos a vosotros en esto, nos vengaremos.

Hamel, su profesor de literatura en la adolescencia, le enseñó que todas las historias viven en las páginas de los libros y que siempre podría encontrar consuelo en ellos. En Vivir me mata, puede que muchos jóvenes de aquella generación se vean reflejados en la rabia y frustración de Paul Smaïl. Por desgracia, y a la luz de las noticias que vemos a diario, también muchos jóvenes de las generaciones actuales. Y no solo en Francia, donde Marine Le Pen lidera la oposición racista que iniciara su abuelo, sino en Bélgica, Holanda, Reino Unido y, quién sabe, quizá muy pronto en España.

P.D. 1: Una última curiosidad: el nombre del escritor y el del protagonista coinciden; sin embargo, ninguno de los dos existe: detrás del seudónimo de Paul Smaïl se esconde el escritor Daniel Théron, también conocido como Jack-Alain Léger.

P.D. 2: Como Editorial El Cobre cerró la persiana, para los que querías haceros con el libro, tenéis la opción del mercado de segunda mano.

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3 respuestas a “Vivir me mata, de Paul Smaïl: el rechazo a las segundas generaciones

  1. El mundo se va llenando de xenófobos, las guerras,los eventos climáticos ,la desertificación con todas sus implicancias, la falta de trabajo a causa de los adelantos tecnologicos van creando el caldo de cultivo para que los humanos vean a un forastero como alguien a quien combatir y no a acoger. Los muros son parte de esto también.

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