441 | Oksana

Oksana Zubriev llegó al País Vasco en 1998 y conoció un Bilbao muy diferente al de ahora. En ese momento, el Guggenheim era una flor de titanio recién nacida entre los escombros y el botxo era un cuenco plomizo con una tapa casi permanente de nubes. “Además, casi nadie hablaba ruso. No es como ahora, que cada tanto lo oyes por la calle y hasta tienes asociaciones de personas rusoparlantes. En esa época, encontrar a alguien que te entendiera era una fiesta”, recuerda esta ucraniana, que emigró de su país a los 21 años de edad.

“Yo estudié magisterio en Ucrania y trabajé como maestra durante un tiempo. Me gustaba lo que hacía, pero el empleo no estaba bien remunerado. El sueldo de un mes era de unos 25 dólares, mientras que unas botas de piel para el frío podían costarte 50 o 100”, detalla. “El tema económico siempre es un aliciente, en especial cuando eres joven. A esa edad, sueñas mucho y te lanzas más. Por otra parte, en esa época era muy complicado salir de Ucrania. Como mucho, ibas a Kiev, la capital, pero no conocías más allá. Y ya sabes… cuando eres joven, basta con que te prohiban algo para que no dejes de pensar en ello”.

Ese mundo deseado, sin embargo, tenía capas de fabulación porque las noticias que llegaban de fuera eran escasas y estaban distorsionadas. “Había poca información y, muchas veces, era engañosa. La gente que salía del país no siempre tenía buenas experiencias. Algunas personas conseguían progresar, pero otras sufrían explotación laboral. Se aprovechaban de ellas y lo más triste es que no sabían ni cómo volver a casa”, relata. Por fortuna, a ella no le sucedió.

“Yo supe que existía Euskadi por los llamados ‘Niños de la Guerra‘, los emigrados a la Unión Soviética en 1937. Ellos y sus familias me ayudaron mucho en Ucrania y también aquí, sobre todo con el idioma. Cuando llegué a Bilbao, no sabía ni una palabra de castellano. Empecé a trabajar en hostelería y, al principio, me comunicaba casi por señas. Tenía un cuaderno en el que iba anotando las palabras nuevas que oía en el bar. Después, cuando me reunía con ellos, les preguntaba por su significado. ‘¿Pero tú dónde has oído esto?’, me preguntaban. ¡Casi todas eran palabrotas!”, dice riéndose.

No solo aprendió palabrotas. “Aprendí el idioma y el oficio, a hacer un buen café y una buena tortilla. Mira que en Ucrania somos muy patateros, pero la tortilla de patatas bien jugosa la aprendí a hacer aquí –reconoce–. Ese trabajo me ayudó a entender la manera de ser y de pensar que tienen los vascos. Estaba en contacto con mucha gente, personas mayores que iban a diario al bar y que, con el tiempo, se fueron convirtiendo en mi familia adoptiva. Todavía hoy, que han pasado casi veinte años, hay personas que cuando me encuentran en la calle se alegran de verme, se acuerdan de mí y me saludan. Eso es muy bonito, especialmente si tienes presente que llegaste sin conocer a nadie”.

Acentos, seriedad, amistad

Oksana se siente feliz en Euskadi. Aprecia mucho la tranquilidad, la naturaleza y la limpieza de las calles. Pero, sobre todo, aprecia a las personas. “Los vascos son serios, aunque si te ganas su corazón, serán tus amigos para toda la vida. Sé que es una frase muy repetida, pero es verdad. En los primeros tiempos, me sorprendía lo mucho que gritaban. Tenía la impresión de que estaban discutiendo e iban a acabar a los golpes”, dice. “Lo interesante es que aquí tienen la misma impresión sobre nosotros cuando nos oyen hablar en ruso. Entre el acento y nuestra costumbre de tomar vodka sin nada más que limón, parecemos mucho más recios de lo que somos”, compara.

“En realidad, lo que más me gusta de Bilbao es que encuentras personas de casi todas partes del mundo. Existe una gran diversidad cultural, gastronómica, religiosa y de costumbres que es muy interesante porque representa una oportunidad de aprender y enriquecerse. Obviamente, es un desafío y hay que saber llevarlo. Tiene que existir voluntad de conocerse y entenderse con los demás. Si lo piensas, no somos tan diferentes unos de otros. Queremos lo mismo, amamos lo mismo, nos enfadamos igual”.

Sus palabras van más allá del discurso. Ella pone un ejemplo concreto: “Aquí en Euskadi tengo amigos lituanos, kazajos, rusos… compartimos un idioma porque nuestros países tienen una historia común, pero también hay grandes diferencias –como el conflicto que persiste en Crimea–. Nosotros dejamos eso a un lado y nos centramos en las cosas que nos unen. Si tú me caes bien, eres buena amiga, compartimos cosas… ¿qué sentido tiene que me distancie de ti solo por haber nacido en un país determinado? ¡Cada persona contiene un mundo!”

Artículo publicado originalmente por Laura Caorsi en el diario El Correo.
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