386 | Manuel

La inmigración se percibe, casi siempre, desde las diferencias. Diferencias culturales, económicas, lingüísticas, estéticas, de oportunidades… Lo pintoresco, lo distinto, lo que pone a prueba la permeabilidad de una sociedad o la capacidad de adaptación de su gente es, también, lo primero que llama la atención. Pero detrás de esa lectura sencilla hay matices importantes que se difuminan: se pierde la capacidad de ver ciertas dificultades, propias de las personas que migran, y se pierde la capacidad de encontrar las ‘semejanzas entre distintos’, aunque abunden.

Manuel Caicedo lo explica con claridad: “Nadie emigra porque le da la gana. Emigras porque en tu país no estás bien. Razones hay muchas, desde lo económico hasta lo afectivo, desde los conflictos armados hasta la búsqueda de formación, pero la base es siempre la misma: te vas porque tu país no puede darte aquello que necesitas. Una persona no deja todo lo que conoce ni todo lo que quiere así como así. Tú no dejas a tu familia, tus amigos, tu cultura, tu comida o tu entorno cotidiano por capricho. La decisión es difícil y sus consecuencias son duras”.

Él lo experimentó hace más de quince años, cuando se marchó de Ecuador. “Me fui empujado por una situación paupérrima y una inflación insostenible. Ese año -1999- se fue muchísima gente de mi país. Los principales destinos eran Estados Unidos, España e Italia”, relata. El Fondo de Población de las Naciones Unidas (UNFPA) cifra el ‘éxodo ecuatoriano’ de principios de siglo en más de un millón de personas. El motor de entonces fue el mismo que el que hoy mueve a tantos españoles rumbo a otros países de Europa: “Una crisis económica bestial”.

“Te vas con el corazón roto a un sitio nuevo. En esas condiciones, tienes que salir adelante, aprender cómo funcionan las cosas, superar toda clase de barreras administrativas, ubicarte y reinventarte. También en esas condiciones convives con el hecho de que no siempre eres bien visto, o bien recibido; te espetan que vienes quitar puestos de trabajo. En ese proceso de adaptación, te toca adquirir nuevas habilidades. Yo, por ejemplo, soy contable. Siempre había trabajado en el sector administrativo. Aquí he pintado casas, he trabajado en la construcción, he sido panadero, transportista… Ahora soy técnico de producción en una fábrica y estoy muy contento, pero costó mucho llegar a esto”, indica.

A Manuel le costó pasar por varias ciudades -Madrid, Barcelona, Alicante- antes de llegar a Bilbao, y esperar unos cuantos meses para reunirse con su familia. “Vine solo, pero siempre tuve claro que este era un proyecto colectivo. Por suerte, mi mujer y mis hijos vinieron pocos meses después que yo. De otro modo, los hogares se destruyen. Es muy difícil que una familia o un matrimonio resista. Eso pasa mucho entre los inmigrantes: hay cantidad de familias que se rompen porque no aguantan la presión y la distancia tanto tiempo”, observa.

Raíces, hipotecas

“Euskadi me gustó desde el principio. Es, por lejos, el lugar donde mejor me han recibido. Tiene un entorno espléndido de naturaleza, montaña y mar, es bello y tranquilo. Mis hijos han podido estudiar aquí. Yo he podido trabajar, estabilizarme y cumplir mis expectativas. Los chicos ya son independientes, y mi esposa y yo somos abuelos”, dice con una nota de dulzura. “Lo que intento explicar es que, si bien la tierra de uno siempre llama, en Bilbao encontré mi lugar”.

Y es aquí donde surge otra de las cuestiones poco mencionadas que se producen con la inmigración: el deseo de echar raíces, de quedarse. “No todos migran para hacer dinero y regresar a su país. Muchos de nosotros nos hemos quedado, también por diversas razones, pero basadas en lo mismo: el nuevo país nos ha brindado aquello que buscábamos”. Uno de los signos más claros es que hay miles de “extranjeros hipotecados” afrontando vicisitudes similares a las de cualquier ciudadano local.

“Después de estar cuatro o cinco años viviendo de alquiler, haces cuentas y decides comprar tu piso. Esto ocurría en 2004, 2005, 2006… cuando la gente ganaba muy bien. No te detenías a pensar que pagar 220.000 euros por 75 metros cuadrados era una locura. Simplemente, sacabas cuentas y lo hacías. Firmabas compromisos sin que nadie te explicara bien la letra pequeña. Y, claro, cuando estalló la crisis, muchísimas personas se vieron al borde del desahucio. Para los bancos, la nacionalidad es lo de menos”, dice, aunque matiza que “para los gobiernos, no”.

“A raíz de este problema, el Gobierno de Ecuador decidió intervenir para brindar orientación y asistencia legal a los miles de ecuatorianos residentes en España afectados por la hipoteca”, explica Manuel. “Esta asesoría, que es gratuita, está presente en distintas ciudades del Estado, y desde hace unos meses, también en Bilbao, en la calle Bailén. Esto es muy importante, porque algunos tenemos la suerte de poder seguir pagando, pero otros no. Hay casos terribles de personas que están totalmente indefensas. Si alguien tiene poder para frenar el abuso bancario y proteger a los ciudadanos es, precisamente, un gobierno, ¿no?”

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