Un día, Pablo Fernández Reyes se marchó de La Habana para radicarse en Bilbao. Treinta años después, siente que la cultura vasca -y no solo la lluvia- ha calado en él, que Euskadi ha moldeado su carácter. “Cuando vine aquí, yo era un extraterrestre”, dice entre risas, acordándose de los primeros tiempos. “En 1985 había muy poquitos extranjeros; y morenos, casi ninguno. Yo tenía 23 años y, como practicaba deporte [era judoka], estaba fuertecillo, majo, de buen ver. Llegué en invierno y aquí estaba todo el mundo más blanco que la leche. ¡Me quedaban mirando como si hubiera venido de otro planeta!”
Su simpatía y su risa demuestran que el humor es una estupenda herramienta de adaptación, de asimilación de cambios y aprendizaje. Porque la llegada, en sí, fue un poco dura para él. “Era invierno y llovía mucho, casi todos los días. El sirimiri me sorprendió, porque de pronto estaba cayendo durante tres semanas seguidas. La ciudad no estaba como ahora. Bilbao era distinto, mucho más gris e industrial. Además del clima y del paisaje, era una época convulsa. Había más partidos políticos que ahora, que han vuelto a aparecer muchísimos, y eso me costaba un montón. Digo… yo venía de un país con un único partido…”.
Las diferencias eran notables “¡y falta hablar del carácter!”, apunta. “La gente aquí es muy seria y formal. Los vascos son reservados al principio; son precavidos. Cuando te conocen, siempre esperan a ver cómo eres, qué quieres, cómo evolucionas. Y no es mala estrategia, ojo, así se evitan muchos problemas. Con el tiempo, uno aprende también y lo incorpora. Al menos en mi caso, después de tantos años, me he vuelto como ellos. Uno se amolda a la situación y al entorno donde vive, se adapta a la sociedad y al estilo de vida, adopta las maneras… Tanto es así que después, cuando conozco gente nueva, dicen ‘¿y este es cubano? ¡de cubano no tiene nada!’”
Para Pablo, la integración es esencial. “Es importante relacionarte con la gente de aquí, conocer la cultura, las costumbres, la manera de pensar. Si no, te refugias en los tuyos, buscas a las personas de tu propio país y acabas enganchado en ese círculo, en el que solo te relacionas con quienes son como tú. Eso es muy triste porque, al final, sigues en Ecuador, el Cuba o en Colombia aunque estés viviendo en Euskadi”, reflexiona, si bien agrega un matiz: “No es lo mismo venir solo y sin apoyos que llegar con tu pareja a un entorno familiar que te espera y te ayuda. En ese sentido, yo tuve muchísima suerte”, reconoce.
“Yo acabé aquí por una casualidad de la vida que después se transformó en una historia de amor -adelanta-. Un día, estaba paseando por La Habana y conocí a unas chicas, turistas, que me preguntaron cómo llegar a un sitio. Les di las indicaciones y seguí mi camino, pero esa tarde me las volví a encontrar. Conversamos, se iban a conocer Varadero, las acompañé al autobús y quedamos para vernos a la vuelta. Así conocí a la mujer con la que después me casé”, resume Pablo.
Su llegada a Bilbao, además de la adaptación cultural, supuso un cambio de rutina y de trabajo. “En Cuba, yo era judoka. Cuando vine aquí, me puse a entrenar y continué con mi actividad deportiva durante un tiempo, pero rápidamente entendí que de eso no podría vivir. El judo es un deporte muy bonito y muy noble, pero también es minoritario y, a diferencia del fútbol, son contados los casos en los que te da de comer aunque te dediques a él de manera profesional”, analiza, antes de contar que ha intentado varias cosas para salir adelante en estos años.
Gimnasios, mojitos y vinilos
“Tengo un amigo que siempre me dice: ‘Hombre de muchos oficios, pobre seguro’. Y yo siempre le respondo con la frase de un científico francés del siglo XVII, que sostenía que más vale saber un poco de casi todo, que todo de una sola cosa. En mi opinión, lo universal es mejor porque siempre te da más opciones”, sostiene. Después, enumera sus intentos más o menos exitosos a lo largo de tres décadas, entre los que se cuentan sus años como entrenador y un gimnasio pequeñito que montó por su cuenta. “Funcionó hasta que surgieron las grandes franquicias, con gimnasios inmensos, y me di cuenta de que no podía competir”.
El deporte cedió paso a la hostelería, donde trabajó como relaciones públicas, pinchando discos, al frente de un café teatro… Su iniciativa más reciente -“influenciada por el lounge”, apunta- es el Mojito Social Club, un local especializado en esta bebida típicamente cubana, pero que ha buscado desmarcarse de la oferta de ocio actual. “Servimos caipiriñas, mojitos, margaritas… todas bebidas muy tropicales, pero no somos un local ‘latino’. De hecho, la música es quizá el elemento que más nos distingue. Me gusta mucho el latin jazz y tengo un punto nostálgico, porque muchas veces pongo a Nat King Cole en vinilo. A mi padre le encantaba y me lo hacía escuchar de pequeño. Hay que buscar siempre la originalidad, especialmente en el trabajo. Si eres uno más, eres uno menos”.