Tiene la frescura de la juventud y un punto de inocencia que enternece, pero ella se considera mayor. “Demasiado mayor”, si se refiere a su trabajo, cuyo principal competidor es el paso del tiempo. A sus 23 años, Andreea Zota se gana la vida como azafata en eventos, congresos y ferias, una actividad que le ha permitido independizarse económicamente muy joven, pero que tiene fecha de caducidad. “Es un trabajo interesante pero cansado. Siempre hay novedad, porque cambian los productos y los entornos, y al mismo tiempo, siempre hay exigencia”, señala.
Por esa razón -y porque se imagina a sí misma con una “vida tranquila” en el futuro-, Andreea le da mucha importancia a sus estudios. “A mi edad, la mayor parte de los chicos quieren ir de fiesta, pasárselo bien, salir por las noches… Y está muy bien, aunque a mí no me llama la atención. Para mí, lo importante es trabajar, alcanzar cierta estabilidad, formar una pareja… Si quiero eso, tengo que dar pasos que me lleven hasta ahí”, dice, antes de explicar que está cursando un grado superior en Gestión y Administración.
“Antes hice Veterinaria y Farmacia porque me interesan muchas cosas y prefiero los cursos cortos. Hay mucho por aprender. No me imagino a mí misma en una carrera de cuatro años. Me aburre mucho la rutina. En cambio, me gusta lo novedoso, la renovación; busco aprender cosas diferentes y variadas y, en cierto modo, eso se traslada a mi vida en general, no solo ocurre en los estudios. Cada año me pasa algo nuevo”, asegura.
En esa ‘colección de novedades’, quizá el año con más cambios fue 2005, cuando llegó aquí. Tras pasar dos años en Rumanía sin ver a sus padres -que habían emigrado a Euskadi-, y vivir junto a su abuela tantos meses, ese verano dejó Iași para venir a Gernika. “Llevaba tiempo sin ver a mis padres, porque estaban aquí trabajando. Yo vivía con mi abuela, y hubo muchas cosas que aprendí a hacer sola, como andar en patines o montar en bici. Era una niña, y el cambio fue brusco”.
Su principal recuerdo de entonces es la sensación de estar “perdida”. Tenía trece años y “era muy vergonzosa, muy tímida. La gente de aquí es muy suya… y yo era muy mía”, describe con un toque de humor, aunque lo cierto es que no lo pasó muy bien. Todo lo que encontró era distinto a lo que había dejado, desde la ciudad hasta el idioma, “así que estaba un poco en shock. Para peor -añade-, llegué solo dos semanas antes de empezar las clases. Pasé esos 15 días aprendiendo las palabras básicas, los meses, los días, tratando de enterarme un poco de cómo era el idioma”, relata.
Con ese punto de partida, es normal que sus recuerdos sean “así, de mucha confusión. Fue muy difícil al principio. Imagínate el primer día de clases… Mi madre me acompañó, porque en Rumanía se estila eso, que los padres estén allí con los hijos, y la profesora le explicó que se tenía que marchar. Y claro… me quedé ahí sola. Era ‘la nueva’, no conocía a nadie y sabía hablar muy poquito. Al mismo tiempo, despiertas curiosidad en tus compañeros. Añádele que yo era tímida, y ya tienes por qué volvía a casa llorando cada día. La verdad es que fue toda una experiencia. Lloré mucho en aquella época. Fue duro”.
La sensación de extrañeza que sintió Andreea es la habitual de cualquier inmigrante aunque, a diferencia de quienes migran ya adultos, se mezcla con otras emociones porque cambiar de país no fue decisión. Los jóvenes, como ella, que llegaron aquí siendo niños, suelen recordar los primeros tiempos así, con una tristeza e incertidumbre que no escogieron vivir. No obstante, consiguen transformar esas sensaciones en otra cosa, por lo general, habilidades.
“Empecé a trabajar joven porque eso es lo que he visto en mi casa y porque me gusta hacer las cosas por mí misma. Llevo dos años sin pedirle nada a mis padres, y eso que soy su única hija”, apunta con gracia. También aprendí castellano y euskera. Aprendí las costumbres y me adapté muy bien a Gernika”, dice ella, con un acento tan local que no denota su procedencia. “No me avergüenza ser rumana, en absoluto, pero con tantos cambios y adaptaciones, prefiero ser uno más de aquí, que mi origen no vaya por delante de mi persona. Además… hace ocho años que no voy a Iași porque ya no tengo a nadie allí. Mi familia son mis padres y ellos están en Euskadi. Yo creo que el hogar de uno está con los afectos. Al menos mi casa está donde está mi corazón”.