“No todo es bueno -dice-. En quince años pueden pasar muchas cosas. Cambiar de país es difícil y todos los migrantes, de una forma o de otra, sufrimos con ese cambio. Incluso cuando hay una raíz común, un idioma compartido, una cultura que se supone parecida, cuesta mucho. A veces tenemos nombres o expresiones distintas para las mismas cosas, y esto, que es interesante y hasta divertido, puede representar un problema, sobre todo al principio, cuando no controlas otras maneras de hablar”.
Marta González llegó a Euskadi en junio de 2000, y su relato sobre el idioma es muy interesante porque para alguien de Colombia, como ella, no cabría esperar que la comunicación fuera una barrera. “Pero lo fue, por lo menos al principio -explica-. Durante un tiempo cuidé a una señora mayor, y todo el tiempo me ‘corregía’. Lo peor era cuando yo me refería a sus medicamentos como sus ‘drogas’, porque en mi país sí se utiliza esa expresión. ¡Qué broncas me echaba!”, recuerda.
El relato se enmarca en los inicios migratorios, cuando “todavía no entiendes cómo funcionan las cosas, todo te resulta ajeno y extraño, y te sientes desubicada. Además, en aquel entonces no había tantas vías de información como ahora, ni tantas asociaciones que te pudieran orientar. La sensación era de soledad absoluta”, describe. Sin embargo, Marta prefiere quedarse con lo bueno, con lo positivo que le ha dejado la experiencia de emigrar. “Hay muchas cosas buenas, y yo he vivido unas cuantas. Sin duda, me quedo con ellas”.
“Por ejemplo, no podría pasar por alto lo mucho que me ayudó una pareja de Sestao que conocí por casualidad en un camping de Isaba, donde había conseguido mi primer trabajo. El empleo que me habían dado allí era solo por el verano, que ya estaba por terminar. Y ellos, sin conocerme de nada, me ayudaron a buscar trabajo, me dieron alojamiento en su casa durante varios días… Me acuerdo que la chica le dijo a su padre: ‘Aita, ¿y qué pasaría si ese fuera mi caso? ¿Qué pasaría si yo tuviera que emigrar y nadie me ayudara?’ Nunca voy a olvidar eso. El apoyo de esta familia fue maravilloso. Los gestos como este tienen que contarse también”.
Cuando ocurrió aquello, Marta tenía 44 años y tres hijos en su país. “Dos de ellos habían empezado a estudiar en la universidad y, económicamente, no podíamos asumir eso”, explica. “Yo trabajaba como peluquera, maquilladora, dependienta… vendía cosméticos… Me buscaba la vida para sacar adelante a la familia, pero no ganaba lo suficiente como para pagar dos carreras”, señala. “Para mí, que nunca tuve la posibilidad de estudiar en la universidad, era prioritario que mis hijos pudieran hacerlo. Yo vengo de una familia humilde, de campesinos, y tengo catorce hermanos. Eso condiciona mucho tus opciones de futuro. Por eso quise darle a mis hijos una educación, para que no se repitiera la historia”.
Convencida del valor de su proyecto, hipotecó un terreno que tenía y, con ese dinero, se compró un billete de avión, más un tour por España. “Era la única manera de venir, como turista. Contraté todo el paquete, con el hotel en Madrid y el recorrido por todo el país. Así llegué a Navarra, donde me bajé. De allí, fui a Sestao. Luego, a Algorta, donde trabajé como interna. Y más adelante empecé a trabajar por horas, limpiando casas. Alquilé una habitación para vivir y poco a poco me fui asentando. Usaba lo que ganaba para pagar mis gastos básicos y el resto lo mandaba a Colombia”.
Un lugar propio
Seis años después de llegar, Marta empezó a trabajar en una empresa de limpieza. “Fui la primera extranjera a la que le daban la oportunidad. La señora que me contrató me explicó que las mujeres de aquí ya no querían hacer ese trabajo”, cuenta. En ese tiempo, sus hijos terminaron sus carreras, vinieron, se marcharon… “Cada uno fue haciendo su vida. El mayor está aquí, el pequeño está en Valencia y la chica, en Estados Unidos. Y yo también seguí para adelante. Hice cursos de creación de empresas, me hice autónoma y abrí mi propio negocio de limpieza”, resume.
“Y esa es otra cosa que me gustaría destacar. El País Vasco da oportunidades y apoya a quienes queremos trabajar. Yo trabajo en algo que me gusta y que me permite relacionarme con muchas personas, hablar con otros, aprender de los demás. Cuando llegué, no conocía a nadie, ahora es completamente distinto. Por supuesto que hay nostalgia, pero también hay desarraigo. Y, sobre todo, con el paso de los años, uno se va haciendo aquí, uno se va encantando”.
De hecho, Marta sostiene que cada día se siente “más integrada. Las migraciones generan intercambios muy buenos. Unos aprendemos de otros. Los que venimos dejamos aquí nuestra juventud, nuestro vigor, nuestra salud… pero a cambio vivimos en un lugar tranquilo, seguro y bonito, donde se nos trata bien. Por supuesto que hay excepciones de ambos lados, entre quienes venimos y entre quienes reciben, pero yo creo que a la gente de bien, sea vasca o de fuera, nos pasa lo mismo: que al ver actitudes negativas de los demás, sentimos vergüenza ajena”.