Florentina Pérez emigró de su país en dos tiempos. La primera vez que se marchó, tenía 25 años. Era 1991 y dejó atrás su vida en San Juan -una provincia del interior de República Dominicana- para venir a Bilbao. “Vine con decisión de quedarme, pero solo aguanté nueve meses”, dice. La experiencia le resultó “muy dura”, aunque no por el tipo de trabajo -doméstico, de interna-, ni por el hermetismo de una sociedad que, en ese entonces, era mucho menos permeable que ahora. Lo doloroso, para ella, fue estar lejos de sus hijos.
“En esa época había mucho racismo -recuerda-. A veces iba caminando por la calle y oía un ‘¡Mira, ahí va la negra!’ Si entraba en un bar, poco a poco se vaciaba. No han pasado tantos años, y la sociedad ha mejorado muchísimo. En ese momento, la gente no estaba preparada para incorporar las diferencias. Hoy es distinto, la integración es mucho mayor. Unos y otros coincidimos en los bares, en las bibliotecas, en los centros cívicos. Entre todos formamos otro tipo de sociedad”, compara.
Aquellas reacciones, por supuesto, la entristecían. “Pero no fue eso lo que me empujó a volver a mi país. Yo volví por mis afectos; por mis hijos, que habían quedado al cuidado de mi marido. En ese momento, el pequeño tenía solo seis meses, y la verdad es que no pude soportar la distancia. Por mucho que el trabajo de aquí pudiera ayudarnos a mejorar allí, no fui capaz de quedarme”, reconoce.
De regreso en San Juan, retomó la vida que había tenido hasta entonces. Florentina es maestra y su marido, ingeniero agrónomo. Aunque el nivel de ingresos era inferior del que podían tener con un trabajo no cualificado en Europa, entre los dos consiguieron estabilizarse y sacar adelante a su familia, que había vuelto a crecer. “Tuvimos otra niña”, explica ella, al tiempo que describe una situación sorprendente: “en mi pueblo -relata-, toda la gente estaba emigrando. Las personas se marchaban a Madrid y Barcelona, principalmente. Mi familia completa emigró. Mis hermanos, los nueve, se fueron. También se marcharon mis padres”.
“Llegó un punto -prosigue- en el que nos sentimos muy solos. Teníamos trabajo y estabilidad para vivir, pero nos habíamos quedado sin lazos… en nuestra propia tierra”. En paralelo, los familiares de Florentina le insistían para que viniera. “’Vente, que España está muy bien y hay trabajo’, me decían. Y yo, que ya había tenido suficiente con la experiencia anterior, contestaba ‘solo iré con un contrato que me permita llevar a mis hijos; no los voy a dejar otra vez’”. Lo decía convencida porque, además, tenía claro que algún día ellos iban a emigrar del país. “La emigración, en Dominicana, se ha convertido en cultura; forma parte de un proceso natural. Sabía que mis hijos se iban a ir algún día, y yo no quería que se fueran sin mí”.
Vitoria, 2005
Un contrato de trabajo le permitió volver a intentarlo. Esta vez, en Vitoria, a donde llegó en 2005. “Conseguí empleo en el rubro de la limpieza y vinimos todos. Mi marido también empezó a trabajar. Esta vez, las cosas fueron diferentes. Quizá la mayor dificultad fue encontrar una vivienda, alquilar un piso que nos gustara. Veíamos distintas opciones, pero nos pasaba que a veces no nos querían alquilar por ser extranjeros”, recuerda. Por esa razón, al cabo de un año decidieron solucionar el problema de raíz. “Vendimos nuestra casa de Santo Domingo y, con ese capital, pagamos la entrada de un piso. Firmamos una hipoteca carísima, a 40 años”, dice, consciente de que su dinero “se ha devaluado”.
“En ese momento era imposible prever la crisis, que el precio de la vivienda se iba a desplomar, o que habría una tasa tan elevada de paro. En ese momento solo pensábamos en trabajar y construir una mínima estabilidad para nuestra familia, como cualquier pareja con hijos”, reflexiona. Los años siguientes se transformaron en una lucha continua por afianzarse y prosperar. “Además de trabajar, hice muchos cursos para intentar cambiar de rubro. Estudié metodología y didáctica, hice cursos de comercial, incluso de peluquería, pero no lo he conseguido; no he podido salirme del ámbito de la limpieza. Mi marido sí pudo reconvertirse y trabajar como mecánico, pero aun así, es difícil”.
También le resulta complicado este momento de la vida, cuando una parte de su familia se ha marchado a Dominicana, otra está aquí, y los hijos y sobrinos “son de aquí; en especial, los más pequeños. Si pienso solo por mí, obviamente echo de menos mi país e imagino que algún día volvería. Pero si pienso en conjunto, sé que no. Aquello es un paraíso explotado por capitales extranjeros; el dinero no revierte en la gente del lugar, faltan servicios y seguridad. Esto, en cambio, es un país desarrollado, con otras garantías y oportunidades. Como madre, está claro qué prefiero para mis hijos”.
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