329 | Patricia

“Dieciocho… diecinueve…”. Patricia Ponce cuenta en voz baja, mientras calcula cuánto tiempo hace que llegó a San Sebastián. “Sí, me marché de Argentina hace diecinueve años”, precisa finalmente, tras hacer el recuento de “media vida” y no pocas decisiones importantes. “Hay opciones que implican tantos cambios, que son tan grandes, que, o bien las piensas mucho, o bien casi no las piensas y te lanzas a la aventura. Cuando vas a cambiar de país, el miedo es un condicionante importante. Temes empezar desde cero, pesa mucho la incertidumbre de cómo te vas a sentir y de cómo te van a recibir”.

Su primera experiencia, en ese sentido, no fue buena: la recibieron devolviéndola a Argentina. “Cuando llegué al aeropuerto, me dijeron que no traía suficiente dinero para ingresar al país. Estuve en una habitación junto con otras personas a quienes también les habían denegado el acceso, esperando allí para que nos regresaran. Aquello fue muy feo, denigrante. Para mí, fue un primer gran impacto que me hizo comprender que no somos nadie, que la libertad de circulación de las personas es mentira. Lo cierto es que no migra quien quiere, sino quien puede, y que a mí me costó mucho volver”.

No lo dice solo por lo económico -que también-, sino por “la sensación de que en un lugar te han cerrado la puerta”. Sin embargo, sus motivos para venir eran más fuertes que las razones para no hacerlo. “A mí me trajo una de las tantas cosas que mueven el mundo -dice-: el amor. Había conocido de casualidad a un chico, nos escribimos cartas durante un buen tiempo, nos hicimos amigos, más que amigos… y lo dejé todo para venir aquí con él. Por eso te decía que hay ciertas decisiones tan grandes que, si las piensas demasiado, te acobardas. Yo me animé y me fue bien. Con él he formado aquí a mi familia”, dice.

Pero ha hecho más cosas en estos años. Algunas de ellas, con impacto internacional. Trabajadora social y con estudios en psicología, Patricia Ponce dirige la Fundación Haurralde, una ONG que ella misma fundó junto con un grupo de profesionales que conoció en la UPV, y de la que también es responsable del Área de Género. “Soy una persona comprometida con la infancia y con las mujeres. Me parece fundamental defender sus derechos, empoderarlas, y hacer también una labor de formación e información: las personas no pueden exigir sus derechos si, en primer lugar, no saben que los tienen”, razona.

“Existen unos derechos internacionales de obligado cumplimiento que muchos ciudadanos desconocen. Por eso, este año nos hemos volcado de lleno en una campaña informativa. En mi opinión, el papel de las ONG debe evolucionar hacia la incidencia política, influenciar en los procesos de toma de decisiones que afectan a lo público y lo social. El conocimiento es imprescindible”, dice, y recuerda que esto es una de las enseñanzas más valiosas que le legaron sus padres.

Un juguete, al menos

“Yo vengo de un entorno muy humilde. En toda mi infancia no tuve ni una muñeca. La primera que tuve fue a los 16 años y me la compré yo, porque trabajaba. Obviamente, ya no jugaba, pero siempre había querido tener una. Esa experiencia, que es muy difícil de explicar a otras personas, fue uno de los motores que me ha impulsado a dedicarme al trabajo social. Los niños deben jugar; deben tener al menos un juguete en su infancia”, señala. “Sin embargo, fíjate que, a pesar de la pobreza, mis padres se dieron cuenta de lo importante que era tener unos estudios. Y no por una cuestión laboral, sino porque el estudio, la información, el conocimiento estructuran tu pensamiento, son fundamentales para interpretar la realidad”.

Así, la fundación que Patricia dirige se embarca en causas geográficamente lejanas, como “el apoyo a las mujeres peruanas que han sido sometidas a la esterilización forzosa”, y en causas locales, como la participación en las jornadas ‘Tengo derecho a mi cuerpo’, puestas en marcha por la Red de Asociaciones para la Incidencia Política en Derechos Sexuales y Reproductivos de Euskadi, que se celebrarán el lunes 19 en Donosti. “Siempre he creído que cada uno tiene un papel en la vida, y que el mío es hacer algo por los demás. Creo que mis padres se sienten orgullosos de mí, aunque nada compensa el hecho de tener a un hijo lejos… También para el que migra eso está ahí. Te duelen las navidades, los cumpleaños, la vejez de tus padres, la muerte de un ser querido y no llegar a tiempo, que haya nacido un sobrino y tú no hayas estado ahí… El tiempo pasa y no desdibuja nos afectos; al contrario, te pesan más. De alguna manera, vives un duelo reiterado en el que eres migrante para toda la vida”.

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