La percepción sobre el tiempo y la edad, incluso sobre las oportunidades de buscar nuevos comienzos, puede variar mucho según el país donde se viva, los patrones culturales y las experiencias personales. Los 40 años de Adriana Vinueza no son los mismos que los de muchas otras mujeres; en especial de las europeas. Ella es joven, por supuesto. Pero también es madre de cuatro hijos. Y abuela. «En América Latina, las mujeres somos madres precoces. Mi primer hijo nació cuando yo tenía 16 años».
Adriana es de Ecuador. Nació en Quito, y allí vivió hasta los 15 años, cuando la familia se trasladó al pueblo de su padre. «Dejé los estudios y empecé a trabajar en su propiedad. Tuve a mi primer hijo sola, porque el papá falleció en el cuartel donde trabajaba. Más adelante me casé y tuve tres hijos más, aunque la experiencia de ese matrimonio fue muy mala. Me tocaba hacerlo todo: trabajar, atender la casa, criar a mis niños… Entendí que debía retomar los estudios para cambiar mi situación y la de mis hijos», señala.
Contra todo pronóstico -e inercias- consiguió acabar el bachillerato. Y, aunque le hubiera encantado seguir con la Universidad, no pudo. «No daba abasto -reconoce-. Mi educación y la de mis hijos, el trabajo, la casa, la comida, los niños… era demasiado», enumera antes de comentar que su actividad profesional era muy gratificante, pero estaba muy mal pagada. «Trabajaba en una ONG para el desarrollo infantil en las comunidades indígenas. Me enorgullece esa labor, saber que durante varios años hice cosas para fortalecer a mi pueblo, para construir desde los cimientos, desde la raíz, buenos ciudadanos, personas responsables y respetuosas con los demás y con el entorno».
La recompensa social era muy buena, pero los ingresos no eran suficientes para sostener un hogar con cuatro niños. «En ese momento, uno de mis hermanos me propuso venir aquí. Él estaba viviendo en Vitoria y se ofreció a ayudarme. La decisión era difícil… El cambio era muy grande, sin embargo aquello era insostenible. Lo hablé con mis hijos, que se quedaron allí, y me vine». Lo dice con cierto pesar, entre otras cosas porque su idea inicial era trabajar aquí durante un año, no durante cinco, que son los que lleva en Euskadi. «Adaptarse no es tan duro. Lo duro es apartarse de la familia. Muchas veces te preguntas si compensa, si merece la pena. Creo que nunca lo superas. Siempre he sentido que estoy perdiéndome un tiempo importantísimo con mis hijos pero, ¿qué alternativas reales tengo?», se pregunta Adriana, que aquí se dedica a cuidar a una persona mayor. «Vine con los documentos en regla para trabajar como empleada de hogar y eso he hecho desde que llegué. Con mis ingresos no me alcanza para ahorrar», sostiene
Difíciles perspectivas
No es un detalle sin importancia. «Vives el día a día y mandas lo que puedes, pero como no logras reunir un capital, tampoco es fácil pensar en el regreso. Pese a todo lo que se dice, la situación en Ecuador no mejora. Sí, hay algunas iniciativas, pero son cosas pequeñas que le dan a los ciudadanos para que no protesten, como cuando le das un dulce a un niño, y los supuestos avances no se notan en la vida real. Hacen falta puestos de trabajo. Por otro lado, con 40 años… ¿en qué voy a trabajar? Porque allí, a mi edad, ya no consigues un empleo de cara al público», explica.
La realidad aquí es diferente y Adriana valora unos cuantos aspectos; desde el casco histórico de Vitoria y «su entorno frío y montañoso, tan parecido al de Quito», hasta «la conservación y el fomento del euskera, los centros cívicos, los polideportivos y la diversidad. La gente es más educada y culta que en otros lugares, y eso se nota mucho», pondera. No obstante, observa que «los extranjeros aún están rezagados», que «la integración real aún tiene un largo camino por delante» y que «hace falta avanzar en igualdad de oportunidades y derechos».
«El trabajo del hogar es un buen ejemplo de esto. Las mujeres no tenemos muchas oportunidades para formarnos. Los horarios te lo impiden. Así, no creces, te estancas y quedas rezagada. No sé si a todas les pasa, pero a mí sí me gustaría aprender otras cosas, otro oficio, sentir que avanzo», reflexiona Adriana que, además, rompe una lanza a favor de las inmigrantes. «No le quitamos el trabajo a nadie; aportamos a la Seguridad Social y, en general, hacemos lo que nadie más quiere hacer».