309 | Lucía

Lucía Valencia es una mujer emprendedora que, después de muchos años y no pocos sacrificios, ha conseguido poner en marcha su propia empresa: un taller de marcaje y vestimenta laboral donde ofrece ropa de trabajo, etiquetados y bordados a la carta. “Hacemos cosas en textil, pero también en otros materiales, como plástico o madera. Mis clientes principales son trabajadores autónomos porque la idea de mi negocio es que una empresa cualquiera, aunque sea pequeñita, pueda lucir su propia marca a un precio razonable”, explica con un entusiasmo evidente.

Lo siente y lo cuenta como si hoy fuera el primer día, si bien hace dos años que abrió las puertas de su taller. Es comprensible. El éxito sabe más dulce cuando el camino para alcanzarlo ha tenido tragos amargos. “¡Buf! -resopla- Es que mi vida es perfecta para montar un culebrón, uno de esos bien enrevesados, que tan poco me gustan -dice-. Podría pasarme horas contándote mi historia, pero te la voy a resumir”. Si algo conserva de su profesión esta ingeniera industrial colombiana es la capacidad de ser muy práctica.

“Mi vida en Colombia podría ser ‘aburrida’ a ojos de muchos: todo lo que hacía era estudiar y trabajar. Cuando terminé la carrera de Ingeniería, me especialicé en artes gráficas. Conseguí empleo como supervisora de control de calidad en una empresa y poco a poco noté que las condiciones del puesto esclavizaban: mucha carga de trabajo y muchas horas. El horario era de seis a seis. Y rotaba: unas veces trabajaba todo el día y otras, toda la noche. Como no lo podía dejar, ya que tenía una niña pequeña y la economía familiar dependía de mí, empecé a pensar en alternativas”, relata.

La mejor que se le ocurrió, y que puso en práctica contra viento y marea, fue estudiar una segunda carrera: Pedagogía Social. “Era un proyecto ambicioso y muy, muy sacrificado. Pero mi pensamiento entonces estaba claro. ‘Si tengo una segunda profesión, tendré dos frentes por dónde tirar. Duplicaré mis posibilidades’, razonaba yo”. Pero el plan se desbarató cuando su entonces marido le habló de salir del país. “’El futuro está allá’, me decía, ‘¿por qué no nos vamos?”.

Lucía reconoce que, en aquel momento, no tenía referencias. “Para mí, España era algo abstracto, una señora con vestido de volantes, toreo y muchas palmas. Ni se me pasaba por la cabeza emigrar. Sin embargo, mi ex esposo fue muy insistente. ‘Te vas tú primero y encuentras un lugar para vivir que te parezca adecuado, que yo en quince días viajo con la niña’, decía él. Ese era el plan: yo primero, él después, y entre medias un conocido suyo que me recogería en el aeropuerto de Barajas para orientarme”.

El día del desencanto

De todo el proyecto, lo único que se realizó fue el viaje de Lucía, en 2001. “Ni él vino, ni mandó a mi hija, tampoco fue nadie a recogerme y, además, me robaron en el aeropuerto. Yo traía dinero para poder empezar, para estar segura, y lo perdí todo. Me acuerdo de ese día como uno de los peores de mi vida, aunque no fue el peor, no. El día más duro fue unos meses después, cuando supe que él no vendría nunca porque había metido a otra mujer en mi casa. Como persona, como mujer, me sentí completamente abandonada y desprotegida”, recuerda ahora.

Sin embargo, no regresó. “Mucha gente cree que debería haber vuelto enseguida, pero en ese momento me costaba hasta razonar. Me hundí y, si no toqué fondo fue porque creo en Dios. Viví en varios pueblos de Madrid, trabajé como costurera, y me mudé luego a Mallorca, donde me ofrecieron un trabajo como interna. En esos primeros años tuve claro que aquí existía calidad de vida, acceso a la educación, seguridad en la calle… Y lo único que pensé fue ‘quiero esto para mi hija, que tenga acceso a estas oportunidades’”.

La vida de Lucía volvió a ser ‘aburrida’: trabajaba y leía mucho. “Como no tenía amigos, me refugiaba en los libros”, explica. Cuando viajó a Colombia para divorciarse y traer a su pequeña, el padre no firmó la autorización para que saliera del país. Volvió con las manos vacías, pero también con la determinación de salir adelante y construir ese futuro para su hija. “Trabajé mucho y muy bien en Mallorca, me reciclé en informática y alcancé cierto éxito profesional allí, porque trabajé de lo mío en una empresa grande”, resume. Así conoció a su actual marido, que es vasco, y es la razón por la que ella se trasladó a Euskadi. “Llegué a Bilbao en 2007. Y fue una apuesta muy seria. La familia de Luis Ángel me recibió muy bien y yo estoy encantada con el carácter de los vascos. Me gusta la seriedad, la cultura del trabajo que tienen. Me siento más de aquí que de cualquier otro sitio”, reconoce antes de añadir que sigue esperando a su hija con los brazos abiertos.

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