Hace seis años y medio, Glenda Vázquez vivía en Ocotal, al norte de Nicaragua. Trabajaba en el hospital municipal como auxiliar de estadística. Tenía un empleo cualificado que, sin embargo, resultaba insuficiente para sostener a su familia, pues su sueldo era el único ingreso del hogar y había que sacar adelante a tres hijos. La suya era una situación límite. Los niños crecían. El mayor tenía 14 años; el menor, 11. Y Glenda, como muchas otras madres solas, cabezas de familia en entornos adversos, supo que el único modo de brindarles un futuro era mediante la educación. Comprendió que la llave que abría esa puerta estaba lejos. Y emigró.
«Fue una decisión muy dura. Hubo momentos tristes y difíciles», dice antes de mencionar la soledad y la extrañeza de los primeros tiempos, cuando llegó a Lasarte. «Todo era muy diferente, empezando por las calles, que aquí están pavimentadas y allí son de tierra o adoquines. La cultura, la gastronomía, la música… Pero eso -matiza- es lo de menos. Incluso tiene aspectos positivos. Lo verdaderamente doloroso es estar lejos de tus hijos y que los demás te juzguen por ello».
Glenda no es la única mujer convertida en madre a distancia. Como ella hay cientos, miles de personas que han tenido que aprender un nuevo modelo de maternidad o paternidad, uno que sacrifica la proximidad física en aras de la supervivencia, el progreso o el aumento de oportunidades para los hijos. Implica grandes renuncias y convicciones muy profundas. No tiene nada que ver con el abandono o con la falta de interés y, sin embargo, así se percibe muchas veces desde fuera.
«Duele que te juzguen por eso, porque no es fácil. No lo es para mí y tampoco para mis hijos, que se quedaron al cuidado de mi madre. Yo tomé esta decisión para que ellos tuvieran estudios, para que pudieran ir a la universidad y valerse por sus propios medios. No quería que se frustraran en ese aspecto, sino que tuvieran todas las oportunidades a su alcance», explica ahora, satisfecha porque «al mayor sólo le queda un año para terminar la carrera».
Entre las muchas renuncias que entraña su decisión están la realización personal, la reivindicación de derechos y el orgullo. «No se trata de que no puedas ejercer tu profesión, si la tienes, ni de que no puedas aprovechar todo tu potencial. Se trata de que las condiciones de trabajo y el trato que recibes son muy severos y, en ocasiones, injustos», reflexiona. Recuerda jornadas de dieciséis horas o marcas en las piernas por fregar suelos arrodillada. «Desde que vine, me he dedicado a cuidar personas, a tareas del hogar. El tipo de trabajo no es el problema, porque vienes a eso, a abrirte paso como puedas. Es el trato. Sólo quien lo ha vivido sabe lo que es, lo cruel que puede llegar a ser. Yo nunca había experimentado algo así, ni siquiera en mi país, que en muchos aspectos sigue siendo subdesarrollado».
Asumir la responsabilidad
El último desencanto fue perder su empleo por quedarse embarazada. «No lo buscaba -admite-, pero ocurrió. Vuelvo a ser madre sola ahora, cuando mis hijos mayores son grandes. Y sí, podría haber decidido otra cosa. Lo fácil habría sido no tener a mi niña, pero mi conciencia me impedía seguir por ese camino. Uno tiene que asumir las responsabilidades de sus actos», sostiene Glenda que, pese a todo, mantiene el optimismo.
«Hay un punto en el que te mentalizas y aprendes a vivir la vida tal cual, asumiendo lo que hay y tirando para adelante. Si empiezas a darle vueltas a la cabeza, te deprimes y no puedes avanzar ni lograr esos objetivos por los que habías venido. Algo que me ha ayudado mucho es vincularme a otras personas y conocer mejor la cultura de aquí. Me apunté a cursos para aprender euskera los domingos con la asociación Banaiz Bagara y para cantar en un coro canciones típicas de aquí. Así he conocido a gente de diversos países, incluido este, y he aprendido muchísimas cosas».
«En la asociación Esperanza Latina, a la que también me acerqué, he encontrado a muy buenas personas. He vencido mi timidez y visto iniciativas muy interesantes y útiles para quienes estamos aquí y no tenemos todos los recursos. Ahora, por ejemplo, vendrá un consulado itinerante de Nicaragua, mi país, para que podamos hacer nuestros trámites sin tener que desplazarnos a Madrid, que cuesta mucho dinero e implica perder días de trabajo», comenta Glenda, que sueña con abrazar a sus hijos. «Yo esperaba emigrar dos años y han pasado muchos más. Cuesta, es duro. Pero ya llegará el día».