276 | Norma

Norma Brotonel es una mujer simpática y entrañable que, a sus 65 años, organiza su historia en dos partes: la que tuvo lugar en Filipinas, donde vivió hasta los 33, y la de Bilbao, donde reside desde entonces. «Llegué en 1981. He pasado la mitad de mi vida en cada sitio», calcula, aunque le asigna a cada tramo unos valores diferentes. «Las experiencias más intensas las he vivido aquí».

En su país, era profesora. Trabajaba en un instituto chino de Manila, «pero las clases -aclara- se impartían en inglés». Si bien era un buen trabajo, el dinero no alcanzaba. «No era suficiente para ayudar a mis padres y mis hermanos, así que empecé a pensar en la posibilidad de marcharme del país». La idea le resultaba atractiva, no solo por el aspecto económico o laboral, sino porque «nunca había salido de Filipinas» y tenía interés en conocer otras culturas, lugares y personas.

La oportunidad le llegó de la mano de una amiga que vino a Euskadi tres años antes que ella, y que un día la llamó para decirle que, si quería trabajo, aquí podía encontrarlo. Entre las ventajas, primaba la oportunidad de viajar al extranjero; algo que, en aquel entonces, para una persona de clase media «era prácticamente imposible». También influía el hecho de que en Bilbao ganaría el doble que en Filipinas y casi no tendría gastos, ya que el empleo que le ofrecían era en una casa de familia, como interna. En contrapartida, el trabajo sería muy duro, y su amiga se lo advirtió: «Me dijo que era difícil y muy distinto a lo que yo hacía en mi país».

Decidió venir de todos modos, sin saber que el umbral del «trabajo arduo» estaba varios pasos más allá de donde llegaba su imaginación. «Sí que era diferente -recuerda-. Yo creía que ciertas cosas solo pasaban en el cine, hasta que llegué a Bilbao». En su trabajo, Norma tenía varios uniformes: «para la mañana, para la tarde, para cocinar, para cuando venían los invitados… Debía usar guantes de tela, una cofia y un delantal, y hacía un poco de todo. Era la doncella, aunque también había cocinera, planchadora y costurera», relata.

El horario de trabajo era extenso. «Todos los días me levantaba muy temprano, a eso de las seis, y no me acostaba hasta las doce de la noche o la una de la mañana, después de servir la cena a los señores. Tenía que esperar a que llegaran a la casa y, mientras no lo hicieran, no me podía ir a dormir, a menos que me avisaran. Durante el día, limpiaba. Hacía las camas, que eran siete y eran antiguas, así que pesaban mucho. Me costaba mover los muebles para pasar la aspiradora y nadie me ayudaba. Las demás empleadas no eran internas; hacían los suyo, cumplían su horario y se iban, pero yo no. Terminaba tan cansada que, al día siguiente, me costaba mucho levantarme».

Aprender el idioma

Al margen de las condiciones laborales y el cansancio, aquel primer empleo tenía un problema añadido: la falta de tiempo para estudiar. «Cuando llegué aquí, una de las primeras cosas que comprendí fue que necesitaba aprender el idioma. De niña, en la escuela, había tenido una asignatura de español, pero nunca le había prestado atención porque no imaginaba que algún día lo podría necesitar. Lo cierto es que, al llegar, yo solo hablaba tagalo e inglés. Tenía enormes dificultades para comunicarme…». Sus horarios de trabajo no dejaban tiempo libre para asistir a la Escuela de Idiomas, algo que le «habría encantado», así que decidió que la mejor opción -la única- era aprender por su cuenta.

«Miraba la televisión y leía muchas revistas en el sótano de la casa. Poco a poco, empecé a entender y a manejar más palabras; pero los verbos, por ejemplo, todavía me cuestan», reconoce Norma, que se quedó en aquella casa durante dos años, hasta que cambió de empleo. En sus más de treinta años de trabajo, tuvo mejores y peores experiencias, aunque ninguna fue tan nefasta como para regresar a su país. «Lo pensé, ¿eh? Sobre todo, al principio, que fue tan difícil. Pero luego las cosas fueron mejorando. Trabajé mucho tiempo cuidando a unas niñas y aquello me gratificaba mucho. Realmente lo disfruté», dice.

A lo largo de estos años, se casó y se jubiló. «Hoy tengo mi pensión y me dedico a hacer otras cosas». Entre ellas, presidir la asociación de filipinos Pagkakaisa, organizar campeonatos de voleibol, participar en la Plataforma de Inmigrantes de Getxo y colaborar con otras ONG. «En esta etapa de la vida, es muy bonito propiciar el encuentro», concluye.

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