Los días de Carmen Iza empiezan a las cinco y media de la mañana. A esa hora se levanta, desayuna y deja su casa en marcha. Luego parte rumbo a la estación. «Salgo a las seis y cinco, cojo el metro de las seis y media, y llego a mi trabajo a las siete», detalla con la precisión de un reloj suizo, aunque sea de Ecuador. Es el tiempo que necesita para empezar la jornada, organizar sus cosas y hacer el viaje que separa Miribilla, el barrio donde vive, de Aiboa, donde trabaja desde hace años.
«Lo hago contenta -dice-. No me cuesta madrugar y voy feliz a mi trabajo», añade Carmen, que es empleada doméstica. «Desde que llegué al País Vasco, hace diez años, me he dedicado a esto. Y he tenido mucha suerte con mis empleadores. Tanto en la casa donde estoy ahora como en las dos anteriores en las que trabajé, siempre me han tratado muy bien, con respeto y hasta con cariño. Eso siempre es importante, pero es fundamental cuando te encuentras lejos y solo».
Lo dice por ella misma y por unas cuantas amigas suyas, también extranjeras y madres con los hijos lejos. «A veces tienes que tomar decisiones muy duras, dar pasos que los demás no entienden, simplemente porque no tienes alternativas. Y tienes que aprender a vivir con ello, a que te cuestionen o juzguen y a asumir todas las consecuencias, tanto buenas como malas, de aquello que has decidido», reflexiona Carmen. Ella y su esposo han soportado ocho años sin abrazar a sus cuatro hijos.
«Nosotros vivíamos al sur de Quito con nuestros niños, pero la situación económica nos obligó a salir del país. El alquiler, la comida, los pañales, la educación de los cuatro… No llegábamos a fin de mes y aquello era insostenible -recuerda-. En un momento, mi esposo y yo comprendimos que teníamos que hacer algo para cambiar las cosas y sacar adelante a nuestra familia». Dejaron a los niños al cuidado de sus abuelos, hicieron las maletas y se vinieron. Fue el 22 de diciembre de 2002. El hijo mayor tenía 12 años. El pequeño, 3.
«Elegimos Euskadi porque mi cuñado ya estaba aquí, en Astrabudua. Él y su novia nos ayudaron a venir y a dar los primeros pasos. Empezamos a trabajar enseguida. La prioridad era mantener a nuestra familia en Ecuador y, al mismo tiempo, afianzarnos», explica. Aunque la idea era regresar a Quito, Carmen comprendió que ese objetivo era muy complicado. Entonces, cambió de estrategia: además de trabajar para sacar adelante a sus hijos, se propuso traerlos.
«Largo y difícil»
«Fue un proceso largo y difícil. Cuando intentamos reagruparlos, nos denegaron la solicitud porque eran cuatro niños y no cumplíamos con los requisitos económicos que nos exigían para traerlos», explica Carmen, que jamás se planteó la posibilidad de que vinieran unos y otros se quedaran en Ecuador, con los abuelos. «En cuanto obtuve la nacionalidad española logré traerlos», dice, y se le hace un nudo en la garganta. Desde que pisó por primera vez el aeropuerto de Bilbao hasta que volvió, para esperarlos, pasaron 8 largos -«larguísimos»- años.
El resultado fue un reencuentro emotivo, pero difícil a la vez. «Mi hijo pequeño no me conocía», dice con la voz quebrada. «Cuando me fui, él tenía tres años. Volvió a verme con once. Y en todo ese tiempo yo no fui a mi país porque no tenía corazón para una nueva despedida. Dejar a tus hijos es muy duro, aunque lo hagas por su bien». Por fortuna para Carmen, sus hijos -sobre todo el mayor, que ya es adulto- entienden las razones por las que emigró. «Él siempre me dice: ‘Mamá, tú tranquila, que nunca te vamos a reprochar nada. Sabemos que lo has hecho para que seamos hombres de bien’. Eso es un respiro para mí, aunque no me alivia del todo porque yo misma me cuestiono las cosas», reconoce.
También valora «muchísimo» la presencia de sus hijos. «El mayor trabaja por temporadas, recogiendo pimientos, y eso ayuda mucho a la economía familiar. Los pequeños estudian y a mí me parece un sueño tenerlos aquí, poder abrazarlos, compartir con ellos el día a día e ir juntos a jugar al fútbol. Vamos los fines de semana y yo también juego. Le doy al balón desde que tenía once años y todavía sigo, aunque tenga cuarenta y el cuerpo no responda igual de bien», dice. «El deporte siempre ha sido muy importante en mi vida, y más aquí, donde ha sido un punto de encuentro además de una actividad física. Ahora es una genial actividad familiar».