Mañana se conmemora el Día Internacional del Migrante; una jornada para recordar que hay 191 millones de personas viviendo lejos de sus raíces, aunque no siempre por elección personal. En ocasiones, la migración no es una alternativa para tener una vida mejor, sino la única vía para mantenerse con vida. La diferencia es trascendental.
Según ACNUR, los migrantes -en especial, los económicos- deciden mudarse con el fin de mejorar las perspectivas de futuro de ellos mismos y de sus familias. Los refugiados no. Ellos tienen que moverse si quieren salvar sus vidas o su libertad. En esta situación hay más de 16 millones de personas; entre ellas, Jorge Freytter.
Colombiano, de Barranquilla, y estudiante de Ciencias Políticas en la UPV, Jorge ha pasado los últimos seis años lejos de su tierra. Los mismos que cuenta como refugiado político aquí. «Vine a Euskadi después de que me concedieran ese estatus. No conocía a nadie, pero tenía curiosidad por descubrir la cultura vasca. En América Latina se aprecia mucho a los vascos y siempre se ha transmitido la idea de que conforman un pueblo singular, con su propia idiosincracia y su lengua. Venir aquí me permitió conocer esa realidad de primera mano y comprobar que es así; que la identidad cultural está muy marcada», relata.
De su partida de Colombia prefiere no hablar. Tan solo esboza un resumen que contiene «movimientos estudiantiles», veinte años de edad, «amenazas permanentes» y la participación en un foro social mundial que tuvo su sede en Caracas, justo antes de viajar rumbo a Bilbao. A veces no hacen falta detalles para entender que hay maneras y maneras de emigrar. La suya no fue la más agradable; sin embargo, le permitió reiniciar una vida normal. «Pese a todo -explica-, mi emigración fue formalizada. Entiendo la integración desde la reciprocidad o el reconocimiento mutuo de las culturas: tú me reconoces, pero yo también te reconozco, eso es la integración».
Por supuesto, los comienzos no fueron sencillos. Como a cualquiera que viene de fuera, a Jorge le tocó adaptarse a ciertas cosas. «El ritmo de vida es una de ellas -señala-. Vengo de una ciudad cuya población equivale a la de todo el País Vasco, de modo que el ritmo es mucho más intenso y trepidante. Por otro lado, es bonito ver el cambio de las estaciones, ya que mi ciudad está en una región del Caribe y el clima es muy diferente». Ahora bien, para temperaturas extremas, las que experimentó en Quebec, Canadá, donde vivió un par de años mientras estudiaba francés.
Adaptación e integración
«35 grados bajo cero… Aquello sí que era frío -recuerda-. Pero soy joven e intento adaptarme a lo que se me presenta en la vida», agrega Jorge, y al decir esto cambia el eje de la conversación y el semblante. Quien habla ahora es el hombre que trabaja con varios colectivos latinoamericanos y vascos en el ámbito de la solidaridad y la cooperación internacional. Habla el estudiante universitario, que comenzó haciendo Derecho pero acabó inclinándose por las Ciencias Políticas. «Me viene de lejos -dice-. Mi familia estaba muy comprometida con la participación social en la vida política».
Habla un ciudadano con sentido crítico que se pregunta cómo es posible que una Unión Europea que acaba de recibir el premio Nobel de la Paz tenga todavía «ciudadanos de segunda». Personas «que trabajan y que aportan mucho a esta sociedad», pero no pueden votar ni son tratados en un marco igualdad. «No es posible que a estas alturas juzguemos a la gente por su aspecto; que cuando vemos a alguien pequeñito, de color o con facciones amerindias lo primero que pensemos es que se trata de un inmigrante ilegal que no contribuye a la economía. Hay gente que trabaja mucho y, además, el ser variopinto y multicultural enriquece siempre a una sociedad».
Jorge plantea estas cuestiones en un escenario mundial de movilidad, donde «la gente va y viene de unos países a otros» y «se hace necesario repensar el modelo de integración social». En su opinión, hay dos niveles distintos. «Está el inmigrante que viene a resolver un tema económico, que no busca en principio establecer lazos de amistad y al que se le percibe como un ‘pobrecito falto de cariño’. Y está la otra integración, la que parte del ‘¿y tú, qué haces?’ Cuando te hacen esa pregunta, según qué respondas estarás mejor o peor visto, y cambiará la actitud de tu interlocutor. En ambos casos, no prima la relación ‘persona-persona’, sino otro tipo de valores. Eso debe darnos qué pensar».