254 | Dany

Hoy es un día especial para Dany Pincai. Está de aniversario. Su local, un pequeño taller de reparación de calzado, cumple ocho años con él al frente del negocio. «Me gusta mucho mi trabajo -dice-. Aunque hay gente que lo percibe como un oficio sucio o poco agradecido, para mí es muy bonito y necesario. Sobre todo, en los tiempos que corren». La misma crisis que ha bajado las persianas de infinidad de comercios le ha dado una segunda vida a oficios como el suyo, que hasta hace muy poco parecían condenados a extinguirse.

«Cuando yo llegué a Bilbao, hace casi doce años, la mayor parte de los zapateros eran personas mayores. Y todos eran de aquí. Si no me equivoco, fui el primer extranjero que se dedicó a reparar calzado en la ciudad», estima. «Poco después de empezar con mi negocio, hace cinco o seis años, hubo una época en la que muchos zapateros comenzaron a jubilarse… y se topaban con el problema de que no encontraban a nadie que quisiera seguir con sus talleres. En sus familias, por ejemplo, los hijos o los nietos no querían saber de nada», recuerda. En aquel pasado cercano, el oficio no tenía futuro.

Hoy, las cosas han cambiado. Vuelve a existir la opción de arreglar lo que se ha roto en lugar de tirarlo. «Cada vez hay más personas que se preocupan por ahorrar, y esta es una manera de hacerlo. No es que ahora tenga una barbaridad de trabajo, ni que haya aumentado un montón la faena, pero sí consigo mantenerme a flote, que no es poco. Es verdad que, como muchas otras personas, he perdido la capacidad de ahorro y la posibilidad de ayudar a mi gente, en Ecuador, pero al menos sí pago las cuentas, el alquiler y los gastos de la familia. Vivo de mi trabajo y me reconforta».

Dany se siente afortunado y, también, agradecido. «Creo que he tenido suerte porque, desde que llegué a Bilbao, jamás me ha faltado trabajo. Hubo personas que confiaron en mí y, sin siquiera conocerme, me dieron una oportunidad». Se refiere a su antiguo jefe -la primera persona en darle empleo, en una panadería- y a un zapatero vasco que le ayudó a lanzarse por su cuenta en el taller. «Fueron mis empleadores; hoy son mis clientes y, más que eso, son mis amigos», subraya.

«Cuando vienes de fuera y nadie te conoce de nada, valoras mucho los gestos de confianza. Sin ellos, es difícil empezar. Luego, claro, tienes que demostrar que han merecido la pena, trabajar mucho y, con el tiempo, hacerte un hueco. Eso tampoco es sencillo», añade. En este sentido, Dany recuerda los primeros tiempos en su taller, cuando «los vecinos no se fiaban mucho de un zapatero ecuatoriano. Creían que, por ser extranjero, no sabría hacer las cosas bien». Sin embargo, «eso ha ido cambiando». Su trabajo es su aval: «Como sabes, en América Latina comenzamos a trabajar desde muy jóvenes. Yo aprendí el oficio con catorce años y aquí sigo. Es lo que mejor sé hacer y me gusta».

Calzado de hace 40 años

En la charla con Dany, que dejó su Guayaquil natal junto a su mujer y sus tres hijos, hay un trasfondo sentimental. No solo hacia su país de nacimiento o el de acogida, sino hacia su labor de artesano y todo lo que genera. «Hay gente que le tiene mucho aprecio a su calzado. Más de un cliente ha venido a arreglar zapatos de hace treinta o cuarenta años, que eran de sus padres o sus abuelos y que están impecables, casi nuevos», desvela.

Pero, además, el pequeño taller de Dany es un punto de encuentro en el barrio. Allí conversan los vecinos y se tejen redes sociales como antaño. «La mayor parte de mis clientes son vascos, aunque también tengo clientes y amigos de fuera. Más de una vez ha pasado que unos llegan al local preguntando por un pintor, un fontanero o alguien con experiencia en cuidar niños y salen de allí con el problema resuelto: unos con el servicio que necesitaban y otros, con trabajo», explica con alegría y añade: «Mis amigos, en broma, dicen que la zapatería es el INEM».

Para él, es una «satisfacción» ayudar a los demás, poner en contacto a las personas y ser una parte activa del barrio. «Es muy importante integrarse, acostumbrarse a la nueva vida que supone emigrar y adaptarse a un entorno distinto del que tenías». ¿La reflexión incluye clima? «Sí, sobre todo al clima», enfatiza. «Yo me levanto cada día deseando que llueva». No es que le gusten las nubes y los paraguas, sino que el sirimiri trae siempre trabajo. «Cuando cae agua y toca caminar por calles empinadas, la gente se acuerda de mí”.

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