A finales de los 40, María Mercedes Gárate Bustinduy se marchó de Eibar, su pueblo. Eran épocas convulsas en Euskadi, el resto de España y Europa, donde la vida se resistía a la sencillez. Por eso, ella, que era muy joven, decidió ampliar horizontes. Junto a su hermana Aurea, se trasladó a Sevilla; después, a Barcelona y finalmente, a Cuba. Se marcharon en un barco tras la promesa de un futuro y un contrato de trabajo: a las dos raquetistas vascas las esperaba un frontón de La Habana.
“A mi abuela le encantaba la pelota vasca y, cuando era adolescente, jugaba en varios frontones de Euskadi. Tanto ella como mi tía abuela eran muy deportistas y eso les dio mejores opciones a la hora de emigrar. Cuando estaban en Barcelona, les ofrecieron un contrato para jugar en Cuba y se marcharon”. Quien relata la historia es su nieta, Gabriela Gómez Gárate, que es mexicana y vive en Eibar desde 2001.
“Cuando mi abuela estaba en Cuba -prosigue- le hicieron una nueva oferta para jugar en Miami y en México”, donde finalmente se quedó. “Todavía vive allí con su hermana”, explica. “Aunque ha venido aquí varias veces, prefirió quedarse en DF. Sus recuerdos de Euskadi son tristes… de guerra y casas derruidas”.
Mercedes, “una mujer emprendedora y adelantada para su época”, hizo carrera como pelotari. Su talento deportivo le permitió ser independiente, darle estudios universitarios a sus hijos y ayudar económicamente a la familia que se había quedado aquí. “Mandaba dinero y café”, precisa Gabriela, que nació y creció en México, pero con cuentos y relatos de Eibar. “Mi abuela hablaba el euskera, aunque no nos enseñó el idioma. Sin embargo, nos contaba cosas de aquí, de cómo era la vida en los pueblos vascos -recuerda-. Y a mí siempre me llamó la atención”.
La curiosidad y la oportunidad se dieron la mano en 2001 para que Gabriela desandara los pasos de Mercedes y decidiera viajar hasta Euskadi. Licenciada en Administración y Dirección de Empresas, y con un puesto de trabajo tan importante como cargado de estrés, un día sintió que era el momento de hacer una pausa y descansar. “Decidí tomarme un año sabático, venir aquí, conocer personalmente a la familia y aprovechar mi estancia para hacer un master en finanzas”, enumera. E hizo todo lo previsto, excepto una cosa: volver.
“Muy bonito y laberíntico”
“Recuerdo perfectamente el día que llegué. Fue una noche de diciembre y hacía un frío impresionante. No vi mucho de Eibar, porque era tarde, pero sí pude apreciar el ayuntamiento iluminado y las callecitas pequeñas, empinadas y estrechas. Al día siguiente, por la mañana, salí con la ilusión de conocer a mi familia y comprobé que, efectivamente, era un pueblo bonito y laberíntico; muy diferente del lugar donde crecí”.
El “gusanillo” de conocer sus raíces se transformó en un cambio sustancial, tanto de entorno como de vida. “Dejé una ciudad con 20 millones de personas para instalarme en un pueblo con 27.000”, describe, valiéndose de cifras. Y, aunque el contraste es duro, Gabriela explica que se ha adaptado muy bien. “Es verdad que una gran cuidad te da más opciones culturales o de ocio, porque todo se multiplica, hasta la gente. Pero eso se compensa con lo bien que se duerme aquí por las noches, sin ruidos ni sobresaltos. Te acostumbras a la tranquilidad, a llegar en cinco minutos y a hacer recados en diez”.
Además, cuando echa en falta el movimiento, coge el coche y se va a la ciudad. “Eibar tiene la ventaja de la buena ubicación. Está a media hora de Bilbao, a media hora de Vitoria y a cuarenta minutos de San Sebsatián. Si en verano quieres playa, Deba está a quince minutos. Y a lo largo de todo el año, tienes el monte para andar”. ¿Y qué ha pasado con la idea de volver? “Cuando tienes un trabajo estable, compras una vivienda y formas una pareja es porque has elegido un camino”, contesta. Como su abuela, que ha encontrado su lugar en Norteamérica.