Una semana antes de viajar a Euskadi, la maleta de Gabriela estaba abierta y completamente vacía. Su madre, que la esperaba aquí, habló con ella por teléfono; le recordó que los días pasan de prisa antes de un viaje y le preguntó por qué no había resuelto ese asunto. “No he hecho la maleta todavía porque no hallo el modo de meter una vida ahí dentro”, respondió. Para ella, el momento suponía más que hacer un equipaje. En ese juego de encastres, texturas y formas, estaba eligiendo qué conservar y qué no, cuáles serían las presencias y las ausencias en el futuro. Estaba dejando una vida por otra. Y lo sabía.
Gabriela llegó en septiembre de 2010, tras una ruptura de pareja. Viajó con su hija, que entonces tenía 12 años, y vino directa hacia Getxo, donde vivían su madre y sus hermanos. “Ellos se vinieron para aquí hace casi veinte años, pero entonces yo me quedé en Venezuela. Obviamente, la separación fue dura; sobre todo al principio, porque es imposible no sentir un punto de abandono. Sin embargo, luego te acostumbras. Te haces fuerte y aprendes a desenvolverte en la vida. Los hijos que pasamos por la experiencia de la distancia nos hacemos más responsables. Maduramos antes”, indica.
Las migraciones han estado muy presentes en la vida de Gabriela que, como bien dice, ha vivido el fenómeno desde los dos lugares posibles: “Primero vi cómo mi madre se marchaba y, después, me vi a mí misma yéndome”. La diferencia es que, al venir, ella trajo consigo a su niña. “Fue una decisión muy importante para las dos, y muy conversada. Mi hija y yo somos unidas, y le pedí su opinión antes de dar el paso -señala-. Para ella, el viaje era una novedad. Para mí, suponía un cambio. Yo sabía que habrían diferencias e inconvenientes, pero nunca imaginé que serían tantos”.
La rutina de ambas se alteró de manera significativa. Para la niña, hubo un aumento en la exigencia académica: “Eran más horas de clase al día y un nuevo idioma para aprender desde cero… A veces íbamos en el autobús y se quedaba dormida”, recuerda Gabriela, que también lo tuvo difícil, pero por otras razones. En Maracay, su ciudad, tenía un buen empleo en una institución educativa. Trabajaba como analista de nóminas, en departamento de Recursos Humanos. Aquí, no. Trabaja como asistenta doméstica.
“Al migrar, pasé de ser conocida a ser una desconocida; y pasé de ser alguien de confianza en una empresa a ser alguien que genera desconfianza en los demás… Cuando eres de fuera, tienes la sensación de que en el viaje de venida te han puesto una etiqueta que dice ‘Cuidado, esta persona no es fiar’. Se nos ve con ojos severos, casi sin distinción, y me gustaría que fuese distinto. Hay muchas personas honestas, preparadas, que vienen con deseos de integrarse”, apunta.
Tigres o leones
Pero, si el cambio no resulta provechoso, ¿para qué cambiar? Gabriela ha escuchado esta pregunta mil veces y la responde con claridad. “Lo que nos mueve a irnos es, siempre, una necesidad de algo. Y yo necesitaba muchas cosas. No me convencía la situación política de mi país, quería seguridad, oportunidades económicas y una mejor calidad de vida para mi hija -enumera-. Cuando vine, ya sabía que aquí había crisis, pero la realidad venezolana no pintaba mucho mejor. Eran los tigres o los leones -dice-, y elegí venir”.
En su maleta, además de “un montón de muñecas”, Gabriela guardó su apuesta. “Dices ‘tengo estas necesidades’ y entonces llenas las maletas de sueños y de ganas. Llegas aquí, pensando en comerte el mundo, y descubres que el mundo te frena”. Para ilustrarlo, elige una imagen infantil.
“El ‘kit’ de la Barbie migrada siempre viene con la escoba, el recogedor y la silla de ruedas para pasear a los ancianos. Nunca trae un libro bajo el brazo. No viene con los complementos para verla estudiando. Eso es muy duro -lamenta-. Cuando migras, te quedas en esa caja, con esos elementos. Y por mucho que te esfuerces, es muy difícil que cambies de ropa. Aunque todo trabajo es digno, quedamos relegadas a una única opción”.