El camino para encontrar a Marian Manescu lleva algo de tiempo y se hace cuesta arriba. No es que él sea una persona inaccesible o difícil de entrevistar, al contrario. Lo que sucede es que el encuentro y la charla tienen lugar en la ladera de Ametzagaña, en el barrio donostiarra de Loiola. Nos espera allí, en la ermita de la Virgen de Uba, donde todos los días celebra la liturgia. Hace varios años que se ordenó sacerdote ortodoxo en Rumanía, aunque los últimos tres los ha oficiado en San Sebastián.
La entrevista, precisamente, tiene lugar un sábado al mediodía, poco después de acabar la liturgia de la mañana. Ha durado unas tres horas. Allí, en la ermita, donde los fines de semana se congregan unas cincuenta o sesenta personas y donde unos minutos antes había varios fieles, ahora solo quedan tres personas; un médico, también rumano, que suele ir todos los días, Marian y su mujer.
¿Su mujer? “Sí. Simona es mi esposa. A mucha gente le sorprende ver a un cura casado, pero es la tradición en la Iglesia Ortodoxa. Es decir, no se trata de que se nos permita contraer matrimonio siendo sacerdotes, sino que no podemos ordenarnos sacerdotes si no estamos casados. Simona es mi mujer desde hace 11 años, y casi el mismo tiempo llevo oficiando como cura”, explica Marian en un castellano que, a su juicio, “debería mejorar bastante”, pero que en realidad es muy bueno.
“¿Bueno? Qué va. Todavía me cuesta expresarme con claridad y profundidad en un idioma distinto del mío. Me cuesta hablar de teología en español. A veces tengo la sensación de que me quedo en la superficie de las cosas”, dice en tono de disculpa. Su esposa, que está embarazada y espera ya al segundo niño, sirve café para todos. Aunque va a diario a Donosti, a la ermita, la pareja vive en Irún, donde este día ha quedado el pequeño, al cuidado de sus abuelos.
En medio de una larga charla sobre creencias religiosas, tradiciones y espiritualidad, Marian retoma el asunto del idioma. Esta vez, con un recuerdo gracioso, del momento en que llegó a Euskadi. “Entonces yo no hablaba español, pero sí recordaba algo de francés y estaba más o menos tranquilo porque todas estas lenguas son romances, tienen la misma raíz… Hasta que llegué a Donosti y empecé a leer los carteles de las calles y los pueblos. ¡No entendía nada!”, cuenta con una amplísima sonrisa.
Tomar decisiones solo
Para peor, llegó aquí solo. Su mujer vino unos meses después. “Ella es maestra, educadora infantil, y quería terminar el curso antes de marcharse”, explica Marian, y añade que, para él, ese fue un periodo muy duro. “Echas de menos, claro. Llevamos muchos años juntos y estamos acostumbrados a contar con el otro, a hablar, a tomar decisiones de a dos… Lógicamente, cuando estás solo todo es más laborioso”.
Sin embargo, las piedras del camino se fueron allanando. Su esposa y su hijo, finalmente, llegaron. El idioma comenzó a ser cada vez más inteligible. Y su iglesia, a la que al principio solo acudían unas cinco o seis personas, multiplicó esa asistencia por diez los días normales, y por trescientos en las fechas señaladas.
“Semana Santa, por ejemplo, es un momento especial. Vienen unas 1.500 personas”, precisa Marian. Son muchas para una ermita pequeña -“no cabemos esos días”, asegura-, pero todavía pocas para la cantidad de rumanos que residen en Guipúzcoa. Según sus cálculos, de los 4.000 que hay actualmente, unos 3.500 profesan la fe ortodoxa. Por esa razón, y porque cree en el acercamiento cultural, Marian se ha propuesto un objetivo interesante y novedoso: “hacer una exposición con objetos ortodoxos, aquí, en Donosti”, dice. “Tengo una colección muy importante en mi país que quisiera traer para que todo aquél que sienta interés, la vea y disfrute. De momento, lo que he encargado son unas cruces artesanales talladas en madera. Poco a poco”, dice el sacerdote. “Con fe y perseverancia, todo llega”.