Cada vez que Abderrahmane Nadir entrena con los chavales del Centro Zabaloetxe, cumple un viejo sueño de juventud: dedicarse al fútbol. Cuando era adolescente y vivía en Marruecos, todas sus metas se dibujaban con las líneas de una cancha, aunque su padre, un estricto profesor de francés, no estaba de acuerdo con ello. “Él no me apoyaba con el deporte. Su único objetivo era que mis hermanos y yo estudiáramos, que tuviéramos una carrera”, recuerda ahora en Bilbao, dos décadas después.
“No es que mi padre fuera malo -continúa Abderrahmane, que hoy tiene 38 años y una perspectiva distinta-. Tan solo era muy tradicional y quería lo mejor para nosotros. En su cabeza, el fútbol no era una opción de futuro. Cuando se enfadaba, me decía: ‘Todos queréis ser Maradona, pero Maradona solo hay uno, y no va a haber más’. Era triste escuchar eso”.
Aun así, antes de emigrar hacia Europa, Abderrahmane logró jugar al fútbol en un club con mucha historia: el Wydad de Casablanca. “Un día estaba en la playa con unos amigos, dándole al balón, y me vio el seleccionador del equipo, que por casualidad estaba allí. Yo tenía quince años, me citó para una prueba y fui. Cuando me aceptaron en el club, la gente del barrio le decía a mi padre que me diera una oportunidad y él se relajó un poco. Gracias a eso, llegué a jugar en 2ª división”.
El avance le costó, aunque no tanto como su siguiente desafío, pues a Abderrahmane le esperaba un partido difícil fuera del campo y de su país. “Mi madre vivía en Madrid -cuenta-. Se había separado de mi padre y, desde 1989, estaba trabajando en España. Ella es una mujer muy luchadora y también quería lo mejor para sus hijos, así que trabajó mucho y nos fue trayendo de a poco. Empezó por los más pequeños, porque quería que se educaran aquí, y no paró hasta que estuvimos todos. Yo soy el mayor de los seis. Me fui de Casablanca con 23 años”.
El primer día en Madrid, Abderrahmane buscó trabajo y lo encontró. “Y al tercer día -precisa- ya estaba buscando un equipo para jugar al fútbol”. Se ofreció a sí mismo en el club Rayo La Cierva, en Getafe, y empezó a jugar allí, hasta que se lesionó. “Tardé mucho en volver a un campo, y todavía hoy tengo problemas con la rodilla”, dice enseñando la pierna derecha.
Fútbol siete Zabaloetxe
Pero ha vuelto. Y lo ha hecho en Loiu, como capitán del equipo de fútbol siete del Zabaloetxe, y como entrenador de los menores inmigrantes que residen en el centro de San José Artesano, donde desempeña labores de educador social. “Después de vivir casi diez años en Madrid me mudé al País Vasco porque mi hijo iba a nacer aquí”, explica Abderrahmane, que se radicó hace seis años en la capital vizcaína.
“Como siempre -relata-, mi prioridad al llegar fue buscar trabajo. Y me presenté en el centro Zabaloetxe porque me gusta ayudar a los demás y creía que tenía aptitudes para hacerlo allí. Hay muchos chicos que necesitan estímulos positivos, buenos ejemplos, herramientas de integración. En general, son chavales de 16 años procedentes de mi país, aunque también los hay argelinos, de Ghana y de Camerún”, detalla Abderrahmane, que les ayuda con el castellano y con la práctica deportiva.
“Yo creo en el fútbol como vía de inserción social. Además de aprender valores, si practicas deporte no fumas, no bebes, no te drogas. Cuando estoy con los chavales, intento explicarles cómo funcionan las cosas aquí, cuáles son las reglas, cómo es la cultura. Puedo entender su manera de pensar y ellos pueden confiar en mí porque venimos del mismo lugar. Y siempre les digo que no hace falta renunciar a sus creencias para adaptarse. Integrarse no es dejar de ser musulmán o comer jamón, sino respetar la cola al subir el autobús, ceder el paso, devolver una cartera que se cae…. La integración se consigue con gestos pequeños y constantes”.