Su despacho, en el centro de Bilbao, sirve de punto de encuentro para realizar la entrevista. El sitio es cálido, acogedor, ajeno al ruido de las calles y al ajetreo de las aceras. En esa atmósfera intimista y distendida, Alejandra Perinotti pasa consulta desde hace más de cinco años. “Siempre quise tener un lugar propio donde ejercer mi profesión. Y aquí lo he conseguido, aunque me ha llevado tiempo y me ha costado”, dice esta psicoterapeuta argentina, que se marchó de su país en 2002.
Las razones que la impulsaron a dejar su provincia natal, Tucumán, no son muy diferentes a las de miles de argentinos que emigraron en esa época. Por un lado, un gran deseo de estabilidad y consolidación profesional. Por otro, una profunda crisis económica, política y social que socavaba cualquier intento de desarrollo. “Fue una etapa muy dura -recuerda-. Muchas familias argentinas se fueron del país para empezar otra vez, lejos y desde cero, porque era más esperanzador eso que quedarse”.
Alejandra eligió Cantabria como destino inicial. Conocía bien el lugar, ya que había venido algunas veces de vacaciones, antes de trasladarse definitivamente. “Me parecía un sitio encantador y, además, allí tenía grandes afectos”, dice. Pese a ello, el País Vasco fue el lugar que logró llamar su atención y, finalmente, cautivarla por completo.
“Cuando llegué a Cantabria, comencé a trabajar en acompañamiento terapéutico -relata-. Lo hacía como voluntaria, al igual que en la asociación Askabide, donde empecé a trabajar poco después. Mientras convalidaba mi título universitario, hice un master en el Instituto Vasco de Criminología. Quería seguir aprendiendo”, subraya Alejandra que, durante una temporada, trabajó de camarera para pagarse los estudios de posgrado. “Menos mal que fue por poco tiempo, porque se me daba fatal”, confiesa con una sonrisa.
Los sucesivos viajes a Euskadi le descubrieron un lugar “más abierto al extranjero y lleno de oportunidades. Es verdad que los argentinos somos más histriónicos que los vascos y que, al principio, nos parecen un poco cerrados, pero también es cierto que ellos son muy receptivos y amables. Por eso, y porque aquí tenía más opciones académicas y laborales, decidí mudarme al País Vasco”.
El año mágico
Alejandra recuerda que homologar su carrera no fue fácil. “Tuve que dar varios exámenes y solo una profesora me trató como su igual. En el resto de los casos, los profesionales que tenía enfrente perdían de vista que no éramos un profesor y un alumno, sino colegas haciendo un trámite”, indica. Aun así, logró su objetivo al tiempo que cosechaba otros éxitos profesionales.
“2005 fue un año mágico para mí. Tuve ofertas de trabajo en los dos sitios donde estaba como voluntaria y pude aceptarlas, ya que hasta entonces sólo tenía permiso de residencia, pero no de trabajo”, detalla. Ese mismo año, su investigación final en el master recibió el premio Jean Pinatel al mejor trabajo criminológico, “y con ello me decidí a abrir este consultorio”, agrega. Cinco años después, Alejandra recibió un segundo galardón. Esta vez, de manos de la Sociedad Española de Psiquiatría y Psicoterapia del Niño y del Adolescente (SEPYPNA).
“Los reconocimientos me han servido de impulso para renovar fuerzas y seguir adelante. Pero, más allá de eso, la energía siempre debe estar puesta en avanzar. Esa es la línea desde la que trabajo con los pacientes que son inmigrantes y sufren ese quiebro entre los sueños iniciales y la realidad que encuentran acá. No existe oportunidad real de integrarse sin poner los pies en la tierra, sin asumir todo lo que implica la decisión de migrar y sin dejar a un lado el victimismo. Ser víctima te empequeñece, te hace depender siempre de otros y, en consecuencia, te impide crecer. Por ello no he querido convertir mi proceso migratorio en una queja permanente, en un tango”.