Está a punto de cumplir setenta años, pero la edad no le hace justicia. El día de la entrevista, se levantó a las seis de la mañana y viajó de Bermeo a Vitoria para debatir sobre el II Plan de Inmigración. Después pasó por Bilbao, donde tenía agendada otra cita, y recién entonces regresó a su casa. Nacido en Chile en 1938, afincado en Euskadi desde hace 33 años, Rigoberto Jara es, como dice, “un auténtico bermeano”.
No es extraño que se sienta así, pues se ha pasado casi media vida afincado en el País Vasco. Dejó atrás a su Chile natal cuando estalló el golpe de Estado y vino directo a Bermeo porque tenía un amigo aquí. “Era un piloto de las Fuerzas Aéreas que desertó y se fue del país. No estaba de acuerdo con el régimen militar”, dice. Y Rigoberto tampoco. Su nombre, de hecho, engrosaba la ‘lista roja’ que “enumeraba a los comunistas” o a cualquiera que no apoyara los movimientos de Pinochet.
La huida, ese viaje, significó “perderlo todo” a cambio de salvar la vida, así que llegar de Chile “totalmente indocumentado” era, en principio, un detalle. Sin embargo, se transformó en un problema cuando empezó a buscar un trabajo. Rigoberto era perito industrial y, al principio, quiso ejercer su oficio, aunque los azares de la vida lo llevaron hacia el mar.
“Conseguí un permiso de navegación, aunque no tenía documentos ni sabía navegar. Yo sólo conocía los barcos a través de las fotografías”, suelta de golpe, como una instantánea de aventuras. A pesar de su “ignorancia” y de que le “costó mucho” adaptarse al mundo de los nudos en un pesquero de atunes, Rigoberto acabó trabajando como jefe de máquinas y vivió, durante doce años, la mitad del tiempo embarcado.
“Conocí Senegal, Costa de Marfil, Sierra Leona, las tres Guineas… conocí una pobreza espantosa y pude ver en primera línea por qué la gente se escapa”. Su veta solidaria se intensificó en cada viaje. Mientras “recuperaba el dinero perdido” y reunía cierto capital, pensaba qué hacer con su vida, que estaba en tierra firme. Su ancla estaba en Bermeo y tenía forma de mujer. Ella, su esposa -a quien conoció aquí- lo esperaba tras cada campaña. Primero sola, después con dos niñas.
“Cuando junté el dinero suficiente y la situación económica mejoró, compramos una lonja en Bermeo y abrimos una sala de juegos recreativos. Tuve el local durante seis años”, cuenta. Hasta que se cansó. Quería cambiar de actividad, hacer algo distinto, y la oportunidad le llegó de casualidad, en una residencia de ancianos.
“Me ofrecí como perito industrial, para mantener todas las cosas a punto, y acabé haciendo un curso de auxiliar de geriatría”. La experiencia, que desarrolló hasta jubilarse, le sirvió para crecer. “Aprendes mucho de la gente mayor, porque te enseña a envejecer”, reflexiona. Y, a juzgar por su vitalidad, registró esa ‘lección’ de memoria.
Aunque Rigoberto está jubilado desde hace más de diez años, no ha dejado de trabajar en el mundo del voluntariado. Presidió Harresiak Apurtuz (Rompiendo Fronteras), la coordinadora de ONG de Euskadi en apoyo a los inmigrantes, de la que hoy es presidente honorario. Pero su móvil, como bien dice, “sigue sonando”.
Crispación por las ayudas
Le llaman, entre otras cosas, para participar en el Foro de Integración Social de los Migrantes -que se celebra dos veces al año entre las instituciones y las asociaciones de Euskadi-, o en el Consejo Vasco de Servicios Sociales, que regula todos los servicios asistenciales, como las asignaciones de la renta básica.
‘Todos los inmigrantes reciben ayudas’, ¿cuánto hay de mito y cuánto de realidad en esta afirmación? “Mucho de lo primero, poco de realidad. De los cien mil extranjeros, la mitad están adscritos a la Seguridad Social, de modo que no perciben ayudas porque están trabajando. En cuanto a la otra mitad, un alto porcentaje lleva menos de un año viviendo en Euskadi o no está empadronado, de modo que tampoco puede acceder a la renta básica”, contesta.
Como chileno e inmigrante, Rigoberto está muy implicado en la problemática de los extranjeros. Por otra parte, como bermeano, está totalmente integrado. Tanto que, desde hace años, organiza la fiesta de la Magdalena y conoce a todos sus vecinos. Su propia familia, incluso, es un “revoltijo cultural”. “Mi mujer es de Bermeo y yo de Chile. Una de mis hijas está con un andaluz, la otra vive en Sevilla y está casada con un inglés…”
-¿Ha pensado alguna vez en volver?
-La inmigración es como un túnel. Llega un punto en el que estás a medio camino y se hace tan difícil regresar como continuar. Por lógica y sentimiento, ya no puedo volver a Chile. Mi familia, mis amigos están aquí.