Xabier Zábalo se encuentra en su despacho y envía un e-mail a París, donde oficiará una misa el domingo. Pronuncia algunas palabras en un francés impecable mientras su ordenador las recibe y suelta una cueca chilena. “Siempre sentí una enorme curiosidad por América Latina”, confiesa al escuchar esta música, aunque no hay nada que se compare con la fascinación que siente por África. Allí vivió cuarenta años y se ordenó como sacerdote.
Hoy tiene 67 y está de regreso en Euskadi. Y aunque asegura que él es “muy vasco”, también menciona a su “yo africano”. Será por eso que el Centro Ellacuría, donde trabaja desde 2004, se ha convertido en un punto de encuentro para diversas culturas del globo y en una referencia obligada cuando se habla de integración. Será por eso que cuando va por la Gran Vía y ve a alguien de raza negra, su corazón se pone contento y una pregunta se instala enseguida. “¿De dónde vendrá esta persona?”
La reinserción en su sociedad de origen no ha sido fácil para Xabier. Cuatro décadas de ausencia le convierten en un ‘nuevo vasco’ que superpone permanentemente el lugar donde está con aquel que dejó. “Europa ha cambiado y, de alguna manera, se me ha roto el vaso”, afirma para ilustrar la sensación del ‘saco sin fondo’. “Allí me sentía más útil porque la gente era receptiva. Aquí he experimentado un gran choque cultural”.
En términos religiosos nota un abismo importante. “El Congo se encuentra ahora como nosotros hace medio siglo. Las personas todavía se fijan en si vas a misa o no vas”. Sin embargo, es la parte social la que hace temblar sus esquemas. “Piense que yo me fui cuando tenía 21 años. Siempre volvía de vacaciones. Al principio, cada lustro. Al final, cada dos años. Sentía la necesidad de estar aquí también y a veces juntaba días para que las vacaciones fueran más largas”.
Claro que estar de vacaciones no es lo mismo que residir. “Muchas personas que me conocían de antes y que, te aclaro, me quieren sin duda, sentían cierta vergüenza ajena cuando se encontraban conmigo en la calle; una especie de temor o pánico a que yo dijera una tontería”. En esos casos poco agraciados, se “limitaba a saludar sin más”, mientras volcaba su experiencias en sus relatos y sus novelas.
De un rincón de su oficina aparece un volumen impreso. ‘Kalombo -se lee en la tapa-, o la hora de la gente honrada aún no ha llegado’. Se trata de un testimonio escrito por él y que, a lo largo de cuatrocientas páginas, recorre la atmósfera de Kinshasa, la “tumultuosa y fascinante” capital congoleña.
El libro está escrito en castellano, aunque bien podría versar en lingala o en swahili, dos idiomas que se hablan allí y que él domina al dedillo. “Ahora, que la memoria me falla, he empezado con el euskera. No es por nada en particular, sino por una necesidad biológica. Me he pasado la vida entera estudiado las lenguas ajenas y, ahora que estoy de regreso, me apetece aprender la mía propia”, explica con entusiasmo, y quien habla es su ‘yo vasco’.
Mejor que Brad Pitt
Pero, inmediatamente después -y al compás de la cueca chilena-, se acerca a su ordenador y abre una una carpeta. En la pantalla aparecen, de pronto, decenas de fotos de África. “Mira esto -invita-, mira qué cosa bonita”. En el centro de Bilbao, a dos manzanas de la Gran Vía, la mirada de Xabier se extravía en el horizonte. No es la ciudad la que le cautiva, ni es tampoco el sirimiri que cae del otro lado de la ventana. Sus ojos están en el Congo, en la gente que allí conoció, en la experiencia vivida.
“¿Que de dónde soy? -hace una pausa y lo piensa- Como he dicho, soy muy vasco. Pero viví cuarenta años en África y la belleza, para mí, es negra”. Vuelve a hacer una pausa y añade con picardía: “Yo no discuto que Angelina Jolie sea guapa, ni que Brad Pitt sea atractivo. Sin embargo, las personas de raza negra tienen algo especial que no sabría definirte”.
Con un tono menos poético, Xabier señala que en el Congo vivió situaciones muy duras. Por ejemplo, sentir el racismo. “Allí un blanco significa colono” y, por añadidura, “explotación”. Y también recibió insultos en un cuartelillo de aquél país. Aún así, son casos puntuales que no han logrado debilitar el vínculo. “Aquí en Bilbao, cuando tengo tiempo, me gusta ir a las tiendas que regentan los africanos. Voy allí a estar con ellos, a visitarles, a conversar. Me gusta cuando nos juntamos porque me siento como en casa”, dice. Porque lo que más añora de África es, sin duda, “la proximidad”.